Diario de un profesor: El día final

A la atención de mis queridos alumnos y alumnas.
¡Cómo retumba una clase vacía! No hay jornada más cruel, más destemplada. Cuando hoy la última alumna se ha despedido, se me ha hecho un nudo en la garganta. Ellos se van, no retornarán hasta pasados casi tres meses, o quizás ya nunca. ¿Volverán todos? Sólo una madre o un padre podrían comprender este sobrecogimiento, propio de cuando los hijos se van de viaje y sientes el desgarramiento del alejamiento. ¿Cómo cambiarán y cómo seguirán siempre siendo "ellos"?

¿Persistirán fieles a su destino? Nada causa más zozobra que esta pregunta. Pero hay que dejarles marchar, sólo ellos pueden recorrer su camino. En la travesía de su vida, el educador sólo es un caminante que les acompaña durante un trayecto inicial. Ellos quizá aún no pueden comprender la trascendencia de las decisiones que adopten, de las opciones que elijan. Pero el docente debe dejarlos ya a su libre albedrío. Les ha preparado, confía en ellos, sabe de su capacidad,... pero le queda un inapagable temor por su suerte.

En este día quisiera creer en los ángeles de la guarda, para convertirme en su ángel custodio. Escoltarles, acompañarles, servirles en la prodigiosa odisea vital que les espera, aconsejarles en todas las encrucijadas en las que se encontrarán. No es posible, ni oportuno, ni conveniente.

Para darles "su vida propia", hay que cortar ese sutil cordón umbilical que te ha enlazado sublimemente con cada uno de ellos. Cada fin de curso se produce ese instante, al tiempo festivo para el alumnado -aunque también con un punto de desasosiego para los más emotivos-, y para el profesorado vocacional, un momento desolador, trágico, solemne y… esperanzador.

El día... Final... Ha llegado.
Ahí van... El mundo les espera.
Ellos crecerán... Moverán el universo.
Son mis alumnos. Son mis hijos.
Viviré a través de ellos.

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