Más que una persona

La playa es un lugar único, donde todavía se entremezclan todas las personas, sin distinción de clase, raza o religión. Vivimos en un mundo cada día más segregado, con barrios, escuelas e iglesias donde no se producen encuentros humanos imprevistos. Pero siempre nos quedará la playa. Representantes de tres continentes, venidos de muy lejos en tumbonas señoriales con lugareños arracimados bajo una sombrilla, ancianos y bebés, muchos descansando y unos pocos vendiendo alfombras de Bagdad que ya no vuelan. Todo tan exuberantemente humano que resulta insólito, pero nunca demasiado humano.

En medio de esta muchedumbre que diariamente se agolpa voluntariamente, resulta imposible entender y relacionar lo que cuentan los periódicos con lo que sucede alrededor. Por mucha escandalera que produzca el borrador del plan Ibarretxe, aquí los vascos hablan con los madrileños sin que parezca importarles nada el tema, ni a unos ni a otros. Los conceptos y las ideologías políticas, casi siempre ocultando turbios intereses económicos, quedan eclipsados ante la presencia masiva de esta humanidad espléndida en una playa. Aquí las entelequias de la unidad nacional (española) o la dignidad parlamentaria (vasca) se posicionan donde deben: muy detrás de las personas reales. Aquí no caben los voceros salvapatrias ni los falsos profetas que, con graves palabras vacías, sólo sirven para encrespar los ánimos y conducir a enfrentamientos que sólo son deseados por quienes esperan vivirlos de lejos.

En un día con dos noches (porque la siesta es obligatoria), bajo este sol común para todos, y viendo a unos críos mientras comen un bocadillo y balancean despreocupadamente las piernas desde las sillas en las que están sentados, aquí y ahora sólo cabe reflexionar sobre las personas. La magnificencia humana demuestra que, siendo iguales en derechos, somos muy diferentes. Sin duda, los mejores seres humanos son los más desvalidos: los niños y los mayores, los enfermos y los incapacitados, ellos son el mejor modelo de referencia humana por el testimonio que nos brindan con su alegría infantil, con su sabia experiencia y con su valentía vital, en definitiva, con esa voluntad de superar las dificultades de la existencia.

Pero hay un tipo de personas con un aura especial, que brillan con más colores que el resto de los mortales. Algunos nunca podremos pertenecer a este selecto grupo, de permanencia limitada a unos meses. Es fácil distinguir a estas personas en la playa: ellas valen por dos, o por tres, raramente por cuatro, pero a veces hasta por cinco o seis individuos. Su doble valor, como coraje y como valía, nos asegura el futuro a la humanidad, y ejercen la actividad más humana que conocemos. Demuestran que el hombre es mucho más que cerebro y corazón. Estas máximas maravillas del universo son las mujeres embarazadas, cuyo seno materno es la obra maestra de la creación. Este estado humano nunca será debidamente reconocido por nosotros, todos nacidos del vientre de una mujer, donde por primera vez escuchamos la lengua materna. ¿Cumplimos debidamente con el artículo 25 de los derechos humanos, que declara que la maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencias especiales?

Cuando desde ese océano de líquido amniótico primigenio que es el Mediterráneo se observa el bullir de la playa, no se puede asimilar las cifras recientemente publicadas de embarazos indeseados y abortos. Desde el máximo respeto hacia todas las creencias, y desde la plena convicción de que son las mujeres las primeras o segundas víctimas, resulta muy doloroso comprobar cómo hemos fracasado como humanidad cuando todavía se dan las circunstancias para que una madre se crea obligada a matar a su criatura. ¡Cuánto tarea nos queda a los educadores!

Materia con tendencia a morirse

Recientes sucesos nos han evidenciado, una vez más, que sólo somos sujetos hechos de substancias con una inexorable inclinación a perecer… Ustedes, estimados lectores y yo mismo, el señor Ibarretxe y el señor Aznar, hasta el mandamás Bush e incluso el arrogante Charlton Heston, el Ben-Hur olímpico, el Moisés que separó mares, el Cid Campeador, el Simio del planeta, el defensor de Pekín durante 55 días, con su todopoderoso rifle… se nos muere, y aparece vencido por el mal de Alzheimer.

Los más diversos acontecimientos, ya sean felices o luctuosos, demuestran una decidida predilección a la baja de todos los sistemas y tejidos mortales, una ineluctable propensión de la carne humana a descomponerse más o menos vertiginosamente, con una irrefrenable predisposición y querencia de expiración que resulta harto preocupante. La vida no es sino un complejo cúmulo de fenómenos que se oponen a la muerte... sublimemente. Basta una única excepción de un solo eslabón aislado en tan prolija y milagrosa cadena, para determinar el final... de otro infinitesimal... ser vivo... que creyó... que vivía.

Ante tan infalibles leyes de la prosaica coexistencia en un espacio vacío fruto de un “big bang”, afanosamente nos debatimos en sociedad de socorro mutuo para abordar la quimera de la supervivencia antes de la axiomática extinción individual y colectiva. Sólo con la máxima clarividencia superaremos los avatares del odio siempre innecesario que amarga la injusta, infausta y trágica (¿pre?)existencia terrenal, durante un lapso temporal siempre demasiado efímero. Por tan fastidiosas razones resonando bajo los sones del postrero juicio final, acepten el consejo de este quejumbroso bufón: ¡Tómense unas dulces vacaciones y a la vuelta hablaremos de la política y otras menudencias! ¡Ah, cuídense de no precipitar la gran transición propia o ajena por las prisas de conducir impulsivamente para tratar de huir de la misma realidad que les espera allí donde vayan! Y, por favor, ¡no pierdan nunca esa lánguida costumbre de… vivir!