Por una Navidad sin muros entre los pueblos

Cuántos se necesitan para cambiar (en 2006)

A la pregunta de ¿cuántas personas hacen falta para cambiar una bombilla?, el chiste original respondía “Diez: Uno para sostenerla y nueve para dar vueltas a la escalera”.

Las innumerables variantes del inagotable chiste se logran alterando quiénes intervienen y cómo lo intentan, lo que determina un número incierto de participantes. Por ejemplo, no hará falta nadie si quienes están a oscuras creen que así es mejor. Y serán insuficientes todos los seres humanos, si es sistema de reemplazo consiste en girar la casa o el planeta entero mientras uno sujeta firmemente la bombilla. También hará falta mucho tiempo si, aunque sólo estén dos, roscan en sentido contrario o se quitan la escalera intentando cada uno el protagonismo de la hazaña. Tampoco ayudan los que aconsejan cómo debería hacerse, pero no lo intentan en colaboración con otros.

Otras alternativas demuestran la versatilidad de la broma. Los programadores no lo resuelven porque se excusan diciendo que es un problema de hardware. Los sindicalistas organizan un comité teórico sobre el riesgo de cambiar bombillas y concluyen que no es su trabajo. Los conservadores no quieren cambiar nada, aunque ya no funcione. Tampoco los economistas lo intentan, aduciendo que si se necesitara cambiar la bombilla, el mercado ya se habría encargado de ello. Los periodistas no hacen otra cosa que formar un corro esperando grabar y entrevistar al valiente que lo intente. Bastaría un psicólogo, pero sólo si… la bombilla realmente quiere cambiarse a sí misma.

Si para el nuevo año 2006 nos planteamos otros objetivos más ambiciosos, podemos analizar con la misma lógica porqué a menudo dificultamos su resolución. ¿Cuánta gente se necesita para lograr la paz o erradicar el hambre? Para cambiar el mundo, se necesita mucha gente. Pero uno solo, tú mismo que lees estas palabras, puedes mejorar un poco pero significativamente el universo que te rodea. Dale vueltas sobre cómo puedes lograrlo.
Cuántos se necesitan para cambiar (en 2006)

Quizá una reflexión final nos ayude a todos: ¿Quién puede conseguir la felicidad universal? ¿Los Reyes Magos, Papá Noel, el Olentzero, los sicólogos infalibles, los periodistas comprometidos, los economistas prospectivos, los políticos perfectos o la gente corriente? Única solución acertada: ¡La gente normal; los demás son fantasías! Resolvamos, ya, sin esperar más, esas bombillas que llevan tiempo fundidas y que hemos comentado cientos de veces que habría que sustituir. ¡Cambiémoslas, directamente, entre quienes estemos dispuestos, sin contar con quienes nunca harán nada!

Versión final en: mikel.agirregabiria.net/2005/bombilla.htm

Para caballeros normales

“Perdónenme si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien”, subrayó Groucho Marx.

Carmen y yo hemos establecido un reparto de funciones casi perfecto, después de 28 años de matrimonio. Exceptuando contados servicios de electricista, conductor, transportista y porteador, ella se ocupa de todo lo necesario para llevar adelante nuestro hogar y a nuestros hijos, ante los cuales también represento el rol de sermoneador oficial cuando la ocasión lo ha requerido, afortunadamente más en tiempos pretéritos. Así pues, mi esposa es quien cumplimenta millares de acciones útiles, mientras yo me dedico a temas inútiles, tales como perder al ajedrez o escribir estas cotidianas crónicas.

Existen zonas enteras de la casa que me son enteramente desconocidas, y es mejor ejemplo es la cocina. Aunque sea un glotón impenitente, mis únicas competencias culinarias se reducen a calentar leche con el microondas y abrir latas en caso de emergencia. Pero estoy aprendiendo, y una reciente área de nuevo conocimiento es la compra, tarea en la que mi cometido anterior se ceñía a empujar el carro y procurar no perderme en el supermercado. Hoy mismo hemos acudido a un comercio especializado en perfumería. Carmen, mientras completaba su extensa compra para toda la familia, me ha encomendado adquirir mi propio champú, indicándome la zona oportuna.

Me he dirigido a la estancia y súbitamente me he enfrentado a toda una pared repleta de envases con todo tipo de tamaños, formas, colores y precios. Es sorprendente comprobar que existen más estanterías con champú en una sola tienda, que anaqueles de libros en la biblioteca municipal. Con la vacilación del profano me he aproximado a una repisa y me he tranquilizado al leer el primer rótulo: “Para caballeros normales”. Sin dudarlo un instante he elegido el producto, a pesar de su receptáculo extravagante de color verde refulgente.

Cuando orgullosamente me alejaba en busca de Carmen con mi compra zanjada, me ha picado la curiosidad por ver otras alternativas de cosmética masculina. He desechado otras dos opciones igualmente coloristas para “caballeros secos” o “caballeros grasos”, aunque quizá por mi peso me ajuste más al último grupo. Carmen me ha sugerido usar las gafas de presbicia y ha esclarecido que donde yo leía “caballeros” decía “cabellos”, aunque aceptaba el champú.

Si bien Confucio recordaba que “un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos”, y sabiendo que consiste en obrar como caballero, el serlo, a la vuelta a casa, sólo me quedaba como excusa disertar sobre caballeros-normales. Le he recitado a Carmen mi preferida cita de Fray Antonio de Guevara, en versión actualizada: “Lo que al educado [caballero] le hace ser educado [caballero] es ser medido en el hablar, largo en dar, sobrio en el comer, honesto en el vivir, tierno en el perdonar y animoso en el trabajar [pelear]”. He cumplido con otra máxima de Gertrude Stein: “Lo normal es mucho más sobriamente complicado e interesante”.

Carmen no me ha prestado mucha atención y ha concluido que no estoy preparado para comprar nada. He preferido no mentar que nos hallamos en el año del “caballero de la triste figura”. Definitivamente, en pleno siglo XXI, cuando ya somos obsoletos quienes nacimos el año (1953) en que se estrenó ”Los caballeros las prefieren rubias” con Marilyn Monroe, la denominación de caballeros queda reservada exclusivamente para diferenciar ciertas estancias donde todavía el género determina la postura.

Versión final en: http://mikel.agirregabiria.net/2005/caballero.htm

Cambiando miradas

El arte de educar se relaciona con la capacidad de, intercambiando miradas, aprender a cambiar las miradas ajenas y la propia.

Preguntaron al filósofo John Dewey dos cuestiones claves sobre la pedagogía perfecta: ¿Cuándo y qué hay que enseñarles a los niños? El filósofo condensó las respuestas de modo magistral: “Si quiere saber cuándo hay que enseñar a un niño, mírele a la cara. Y si quiere saber qué hay que enseñar, mire a la vida”. Ya el proverbio latino advertía: “No aprendemos para la escuela, sino para la vida” (“Non scholae, sed vitae discimus”).

Dos cosas definen a una persona: su mirada y su corazón. La naturaleza irguió la frente del ser humano y le mandó contemplar el cielo, alzando la mirada hacia las estrellas. Pero sin olvidar que quien consigue apreciar las cosas pequeñas tiene limpia la mirada. La perspectiva personal determina la circunstancia que rodea a cada individuo y le hace singular, incluso entre sus semejantes. Ortega y Gasset, el maestro del “yo y mi circunstancia” estableció que “la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo”.

El aprendizaje es algo que se puede lograr solo o con ayuda de los demás, pero el segundo método es el más acelerado y eficaz, especialmente en la infancia. “Aprender a mirar” y “mirar para aprender” son dos competencias básicas que nos permiten crecer a los seres humanos. Dumas sugirió que “Dios quiso que la mirada humana fuera la única cosa que no se puede disfrazar”. Lo cierto es que se descubre en la mirada la cualidad humana. Dicen que en las palabras se refleja el talento, pero en las miradas, el alma.

Aprender a mirar cordialmente a nuestros semejantes, particularmente a los más necesitados y en los momentos más críticos, nos reporta paz y serenidad a todos. Un proverbio árabe asegura que “quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación”. Educar consiste en dotar a la mirada de los más pequeños con más sabiduría y con más cultura, pero la inteligencia y la humanidad ya reside en su mirada. Su ternura son ojos que se convierten en mirada. Los niños adivinan qué personas les aman. Es un don que con el tiempo se pierde.
My shoes / Mis zapatos (un vídeo ilustrativo)
Mikel Agirregabiria Agirre. Getxo

Mi animal preferido

Hay quienes buscan mascotas, pero quienes amamos la libertad sólo admiramos a los celestiales pájaros.

Todos, cuando éramos niños, observábamos el vuelo del colibrí con envidia. Pensábamos que si el ruiseñor sabe volar, ¿por qué nosotros no? Además, los pájaros siempre parecen contentos y cantan, pero no cantan porque sean felices, sino que son felices porque cantan. Las gaviotas se contentan con ser pájaros, no quieren ser nubes. Intuyen que de oro sólo son las celdas, y que si engarzan en plata sus alas, nunca más volarán hacia las alturas.

Los pájaros son dichosos, mientras trabajan. Dios provee a cada ave con alimento, pero no se lo lleva hasta el nido. Lo que más diferencia a los hombres de los pájaros es que éstos dejan intacto el paisaje cuando construyen su hogar. Tampoco se engañan, más de dos días, con los espantapájaros; al tercer día, se posan y deponen sobre los monigotes. Las volátiles puede que ignoren las leyes físicas por las que vuelan, pero se saben más que artefactos funcionando bajo leyes mecánicas. Comprenden que las esperanzas sostienen las almas, como si fuesen alas.

Imitemos a los navegantes que estudiaron a las especies de aves. Así sabían que los cuervos marinos son signo de que la tierra firme está cerca, o que el infalible petrel blanco indica la presencia de témpanos. Para observar a los pájaros, es preciso silencio, quedarse quieto y esperar. Entre las aves, existe gran diversidad, desde águilas a pingüinos, desde avestruces a los pájaros mosca. Están las viajeras, que según su plumaje se unen en bandadas, pero también las sedentarias, que prefieren una estancia más limitada. También están las noctámbulas, como la lechuza, o las madrugadoras, como la alondra.

Los pajarillos comunes tienen lástima del pavo real, cargado así con su elegante cola. Parecen decir “llámame gorrión y échame trigo”. Confían en que nadie usará un cañón para matar un gorrión. Los pájaros corrientes intuyen que los más apuestos acaban enrejados. Así, por bellas que sean las jaulas sólo contienen cacatúas y presas grotescas. Mi predilecta es un ave suave, en clave de astronave más que de aeronave, que está siempre presente, no como una golondrina que anuncia, pero no hace el verano. Descarto al búho del crepúsculo, que volando en el ocaso se mezcla con el murciélago.

Ronda la ladrona alondra. Proclamo ganadora a la alondra que alza el vuelo hasta lo más alto. Su trino es dulce cuando llora, porque la alondra no sobrevive en cautiverio. Es el mejor símbolo del canto poético, que escapa azorada cuando repara en la masa humana. Me sumo a la vocación de Goethe, quien mantuvo un destino radical de alondra, y lo cumplió contraviniéndolo al recluirse en Weimar hasta su muerte. Como al pez las aguas del océano, y al pájaro la inmensidad del aire, así cualquier lugar de la Tierra le sirve de posada al ser humano. El mundo tiene mucho sitio donde posarse, si bien para personas y alondras el nido es algo único.

Abajo: La película, "Matar a un ruiseñor" de 1962.