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Moby Dick o La ballena blanca

Hay comienzos inolvidables y memorizables, como el de la traducción de Enrique Pezzoni de esta obra de Herman Melville:

Pueden ustedes llamarme Ismael. Hace algunos años —no importa cuántos exactamente—, con poco o ningún dinero en mi billetera y nada en particular que me interesara en la tierra, pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que la boca se me tuerce en una mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me sorprendo deteniéndome, a pesar de mí mismo, frente a las empresas de pompas fúnebres o sumándome al cortejo de un entierro cualquiera y, sobre todo, cada vez que me siento a tal punto dominado por la hipocondría que debo acudir a un robusto principio moral para no salir deliberadamente a la calle y derribar metódicamente los sombreros de la gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de darme al mar lo antes posible. Esos viajes son, para mí, el sucedáneo de la pistola y la bala. En un arrogante gesto filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, tomo un barco. No hay nada asombroso en esto. Pocos lo saben, pero casi todos los hombres, sea cual fuere su condición, alimentan en un momento dado esos sentimientos que me inspira el océano...

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