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Planetas rojos

Cervantes ya habló de la blanda Venus y el duro Marte.

Aquí al lado, en esta misma galaxia a sólo 170 millones de kilómetros de distancia, existe un planeta hermano llamado Marte. Es noticia actual porque ha reunido sobre su superficie una pequeña flota internacional de vehículos terrestres: el Spirit y su gemelo Opportunity de la NASA, el europeo Mars Express, y sólo falta la fallida nave japonesa Nozomi. La revitalización de la aventura espacial, probablemente se inspira en prosaicos intereses electoralistas del Imperio norteamericano, cuando los redactores políticos de Washington comprendieron al final y acuñaron el lema “No war in ’04” (No guerra en 2004).

No importa el motivo, si sirve para concentrar el esfuerzo en tareas constructivas de interés general, que mejoren la vida de quienes vemos ese punto rojizo, visible en los anocheceres despejados, que ha inspirado a la Humanidad desde el principio de las civilizaciones. Junto con el otro planeta fraterno, Venus, ha sido atribuido a sus imaginarios habitantes el carácter bipolar de los seres humanos: hombres marcianos y mujeres venusianas. Un esquema simple de la Historia de la Humanidad, siempre oscilante entre la guerra y el amor.

La conquista de Marte indudablemente ofrecerá beneficios científicos y tecnológicos, favorecerá la cooperación internacional y despertará nuevos retos estimulantes para las generaciones más jóvenes. Tampoco será especialmente costosa, sino una gran y rentable inversión si se financia con parte de los inútiles e inconmensurables presupuestos militares. Porque nunca hemos de olvidar que todavía hoy convivimos en un segundo planeta rojo, el de la guerra real, que sigue tiñéndose de sangre humana en todos sus continentes.

El desafío técnico del espacio debe venir precedido y acompañado de una mejora ética de las personas, que habitamos como única tripulación este precario navío espacial llamado Tierra. Ojalá muy pronto que la Educación, la Cultura y la Política hagan realidad que una hipotética sonda extraterrestre, que aterrizase en nuestro planeta, no pudiese localizar en todas sus tierras y mares una sola gota vertida de ese funesto líquido encarnado denominado sangre, que tan profusa y cruelmente seguimos derramando.

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