Existen metáforas ideológicas muy arraigadas que enturbian nuestra convivencia.
Grigori Alexándrovich Potemkin fue un político y mariscal de campo ruso. La emperatriz Catalina II (La Grande) lo eligió como amante y favorito de su corte, nombrándole conde y finalmente príncipe. Destacó por sus victorias administrativas y militares (muriendo en la segunda guerra ruso-turca), construyéndose en su honor un siglo después el “Acorazado Potemkin”, cuyos marinos se amotinaron en 1905, episodio que Sergei M. Eisenstein inmortalizó en su película cumbre de la cinematografía mundial.
Potemkin urdió uno de los engaños más famosos de la historia universal. Mientras Rusia se convertía en una potencia, para que la zarina no viera la miseria en la que vivía el pueblo, cuando viajó en carruaje durante una visita a Crimea en 1787, su ministro le mostró únicamente las tristemente famosas “aldeas Potemkin”, pura fachada de madera y lienzo en una farsa convincente. Había encargado a un ejército de artesanos pintar hermosos e idílicos decorados con casas hermosas y jardines rebosantes de flores delante de los misérrimos poblados para que taparan la indigente penuria en la que vivían los campesinos.
El engaño de las "aldeas felices” ha seguido vigente hasta la actualidad, potenciado por el vasto mundo del poder mediático. El séquito del poder sigue instituyendo frontispicios de engaño con propaganda que embaucan nuestros sentidos y nuestras mentes. No sólo hablamos de pantallas y muros que se erigen por doquier para que nos veamos cómo viven más allá de los barrios elegidos, en Israel o en China, en Europa o en América. Además nos muestran fotos de la “inteligencia militar” con ciudades Potemkin donde los iraquíes supuestamente fabricaban armamento nuclear.
El artificio moderno es más sutil y ha cambiado de protagonistas. Ya no hay que encandilar solamente a un monarca, sino a millones de ciudadanos. Tampoco bastan los espectáculos visuales solamente. Hay que nublar el pensamiento colectivo, con metáforas de aparente simplicidad pero muy elaboradas para mantener el ardid. Son muchas las abstracciones que ya confundimos con cosas reales. Veamos solamente dos, tan trágicas como actuales: el ‘imperio del mal’ o el dinero.
¿Qué pasaría si hubiesen dicho que Estados Unidos fue a la guerra de Vietnam a robar sus mujeres jóvenes más bellas? En realidad, el logro final, y el menos malo, fue el de los matrimonios mixtos de soldados con nativas. Pero para ello se destruyeron millones de vidas y se mantuvo el dolor de varias generaciones de la humanidad entera. Nos contaron que se fue a “combatir al comunismo en una guerra fría”. Hoy nos apuntan que hay que mantener el Primer Mundo contra el Tercer mundo para “luchar contra el terrorismo”. Iconografías, sólo símbolos, que actúan como “aldeas Potemkin”, sin permitirnos ver a la gente de carne y hueso que viven tras esas barreras de “países enemigos”. No es de extrañar en una época donde es más delito quemar una bandera (un trapo a fin de cuentas), que envenenar la tierra de una comunidad con contaminantes inextinguibles.
Junto a las ideologías enfrentadas, otra de las peores falsedades de hipocresía es el dinero. Nos han inculcado que es como el oro. El metal, aparte de su uso odontológico, sólo se almacena en cámaras acorazadas. Obviamente no es ilimitado. Por tanto, se nos dice que “no hay dinero para acabar con el hambre en el mundo”. Esto es tan absurdo como decir que no hay “metros cuadrados para hacer viviendas para todos”. El dinero, en sal o en oro, es un medio de medida que permitió superar el sistema de trueque en el comercio de la antigüedad. El dinero no se manipula como una materia: En cada crisis de recesión mundial el dinero desaparece súbitamente, pero el oro planetario, descubierto o no, siempre es constante salvo transmutaciones. Aportando e intercambiando nuestro esfuerzo podemos conseguir un planeta dichoso.
La riqueza y la felicidad pueden crecer, como el amor, la inteligencia o la justicia. No existe una cantidad fija de modo que si los demás tienen más a nosotros nos queda menos. Con un sistema justo, todos podríamos vivir prósperamente, sin pasar necesidad nadie en ningún lugar. Olvidemos las metáforas limitativas. Creamos más en la pura realidad: el bienestar puede ser mundial, la libertad es compatible con la equidad, los que piensan de modo distinto sienten y necesitan lo mismo que nosotros, todos podemos ser hermanos, el bien no necesita del mal, el derecho se puede imponer con la fuerza de la razón y del corazón,...
Somos como la criatura que cae en su cochecito por las escaleras de Odessa, sin control en medio del aplastamiento popular que narra el Acorazado Potemkin. Necesitamos que todos olvidemos las arcaicas “aldeas Potemkin” de símbolos absurdos para dejar de luchar y vernos cara a cara: el soldado y la madre que pide pan. No son un zarista y una insurgente; son dos personas que comparten la misma desesperación. Entonces, cuando traspasemos el decorado de los emblemas y nos reconozcamos como seres humanos, sólo nos quedará la solución de arreglar conjuntamente nuestros mutuos problemas.
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