Homenaje a un elemento mágico que, a pesar de su sencillez, puede transformar el mundo reuniendo a las familias.
¿Qué hace falta para crear y mantener una familia? Mucho amor y pocas cosas. Basta cruzar los proyectos de futuro de una pareja y mantener la voluntad común de vivir juntos, criando y educando a los hijos en un hogar manteniendo una feliz unidad familiar.
Vivimos épocas materialistas en los que nos imponemos demasiadas condiciones previas antes de casarnos o tener familia. Parece que son obligatorios buenos sueldos estables, grandes casas totalmente equipadas y vehículos lujosos antes de que llegue el momento de ser padres. Incluso con todo ello, algunos siguen creyendo que lo principal es dedicar todo su tiempo a ganar mucho dinero para que no falten capricho alguno a los hijos, suponiendo que con ello se les garantiza una vida dichosa desde su nacimiento y que se les prepara para el futuro.
Sinceramente muchos creemos que una casa bien equipada sólo necesita para convertirse en un verdadero hogar mucho cariño y un mobiliario básico. Quizá el mueble esencial sea la mesa donde la familia se junta, come y dialoga, especialmente mientras los descendientes crecen. Para construir una invulnerable familia basta una mesa que, aunque no sea de roble, agrupe diariamente a toda la familia para alimentarse con comida material y espiritual.
Alrededor de la mesa familiar se produce la transmisión de valores entre padres e hijos. Allí se celebran fiestas, se dialoga, se argumenta, se aprende, se reprende y se disfruta del tesoro del apoyo familiar en miles de desayunos, comidas, meriendas y cenas. Todos reunidos, escuchando y hablando por turnos de lo ocurrido en cada jornada, los niños se preparan con historias, ideas y valores compartidos antes de adentrarse en los diversos escenarios del mundo exterior.
Todos deben contar sus experiencias y comunicar sus alegrías y sus problemas. En la mesa y en la sobremesa se buscan y se encuentran las ayudas para sobrellevar las cargas de los demás, porque todos podemos colaborar aunque sólo sea acompañando, y porque todos necesitamos hablar y que nos escuchen. Nada es más educador y fecundo para una familia que alcanzar un ambiente de confianza mutua, congregándose a menudo en la mesa y conversando en broma y en serio de todo lo que preocupa a cada miembro de la casa.
El grado de ocupación de la mesa común es un buen indicador de la armonía familiar. Conviene que los días laborables sea lugar de estudio de todos los hijos tras la merienda, mejor que por separado en los cuartos, y sitio de juegos durante el fin de semana, siempre bajo la supervisión paterna y materna, o mejor aún, con la participación y colaboración directa de los progenitores en las actividades de trabajo o lúdicas, incluso para ver la televisión en familia y comentar los programas.
A medida que los niños crecen la mesa se encoge, la familia se apiña. Luego llega el tiempo en que por razones de estudio o de trabajo el quórum no se alcanza, porque los hijos van emancipándose o ya faltan los abuelos. La mesa, rectangular o redonda, sólo concentra a toda la prole y a sus parejas en ocasiones contadas. Pero allí queda, rodeando la vieja mesa un halo del lazo familiar, porque en su centro hemos depositado nuestras vidas abrazadas en común y también nuestros sueños personales y familiares, unos cumplidos y otros sólo en promesa… de mesa.
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