El reciente artículo del presidente del PSC, Pasqual Maragall, ha permitido un soplo de debate sobre el modelo de organización del Estado, a pesar de la férrea censura y manipulación a la que nos han habituando desde el monopolístico control informativo que ejerce el PP. Del "Plan Ibarretxe", que expresamente se declara de "adhesión" (claro que libre) y de nuevo "status" (palabra más cercana a "estatuto" en minúscula que al "Estado" en mayúscula), sólo se ha divulgado su reprobación injustificada sin admitir el menor análisis por el "secesionismo" de su "adhesión" y por prever un nuevo "Estado".
Sinceramente, y quizá con más intuición que sapiencia, muchos creemos que en una Europa unida desde su pluralidad, con los signos externos propios de los Estados del pasado siglo XIX compartidos como Banco central, moneda, parlamento, ejército,… se impondrá un modelo de organización territorial por redes regionales, articuladas en ejes socioeconómicos compartiendo culturas propias bajo una identidad europea común, multilingüe e intercultural. Otros símbolos como el "orgullo nacional", la bandera propia, o la lengua única, son reminiscencias decoloradas. Nuestro continente, el más avanzado políticamente, probablemente pronto se ordenará en 60 u 80 euro-regiones, de entre 5 a 10 millones de habitantes, en unidades muy eficaces y administrables, cada una con sus referenciales históricas, étnicas y lingüísticas. Países como Islandia, Noruega, Suecia, Finlandia y Dinamarca permanecerán iguales, acreditando su primacía actual. Resurgirán Escocia y Gales como entidades independientes, e indudablemente Cataluña y Euskadi también, así como Galicia o Andalucía. Se impondrán formatos como el cantonal suizo y se generalizarán el modelo de los lander alemanes,… así como unidades de megalópolis como París y su área metropolitana (con 10 millones), o Madrid. Casi lo única cierto será que la Unión Europea no estará conformada, en exclusiva, por los Estados europeos de finales del siglo XX, y que la incorporación de nuevas naciones emergentes como las bálticas o balcánicas no serán ni las únicas ni las últimas.
Y mientras en España, la verdad y el debate siguen secuestrados, por una "restauración" como la representada por este negro cambio de siglo protagonizado por un Aznar, alzado de los años '60 desde aquel Fraga que compatibilizaba la "libertad de prensa" tardofranquista con la sangrienta represión obrera, y que sigue apoyando una "interpretación de la Historia" como la promovida por la Fundación Francisco Franco.
Hemos de reflexionar colectiva, pacífica y democráticamente sobre tres o dos modelos de Estado. No sólo sobre los denostados de Ibarretxe o Maragall, sino también sobre el "modelo constitucionalista interpretado por Aznar", convirtiendo a la Carta Magna de 1978 en la inmutable tabla de Moisés, que descarrila en amenazas como la pregonada por el sucesor más popular y "mayor" de que el "ejército" asegurará la sagrada unidad territorial, con una visión de las fuerzas armadas similar a la soviética en la primavera de Praga en 1968 o la china en la Plaza de Tiananmen durante junio de 1989. Esta sola interpretación obscena de un ejército europeo del siglo XXI, como represor de la misma ciudadanía supuestamente propia, exige la reformulación de una constitución de transición, que si bien supuso un avance desde una anacrónica dictadura europea (la última de la Europa occidental), su estatismo inmovilista sólo puede amenazarnos y encadenarnos a todos con el más sombrío pasado.
El trasnochado y anacrónico modelo aznariano sigue obsesionado con un gobierno centralista que considera que se atiende mejor desde la distancia, con una capitalidad que sujeta radialmente a las provincias en un sistema ptolemaico de Madrid como "centro del mundo" que ha sido refutado y reemplazado por el modelo copernicano de una Europa continental. Este sistema absolutista todavía parece creer en un caudillo único, que elige y corona a su sucesor en medio de una impavidez o parálisis colectiva, que sólo puede no sorprender por la incultura política de una parte de la ciudadanía española (dicho sea con todo pesar, y aún sabiendo que aseverarlo sea políticamente incorrecto).
Desventuradamente pervive un modelo petrificado de "grandeza española", mantenido por una "formación del espíritu nacional" y por poderosos grupos oligarcas de opinión publicada que defienden indignos intereses económicos con rancias propuestas extemporáneas de un imperio español desintegrado desde 1892, y que en beneficio de unos pocos se empecina en no superarse, a pesar de haber significado un cruento siglo XX de conflictos peninsulares (y africanos), con una guerra civil y varias dictaduras. La válida transición de 1978 se quiere abortar o fosilizar, sin dejarla evolucionar con talento hacia una realidad de interconexión planetaria, mediante un planteamiento neofranquista retrógrado y nostálgico, que desgraciadamente ha calado parcialmente con la ayuda de una prensa controladora de una ciudadanía políticamente poco formada y pésimamente informada (aunque estas palabras sean condenadas al ostracismo en los medios que se saben más culpables).
Catalunya, Euskadi,… no son enemigas sino del arcaísmo centrípeto, y su única culpa ha sido ser más europeas (por proximidad y por realidad histórica transfronteriza) y defender su identidad regional con más ahínco que otras regiones españolas. El modelo centralista aznariano en modo alguno favorece ni siquiera a la ciudadanía madrileña, como bien se ha comprobado recientemente con escándalos inmobiliarios que demuestran cómo los poderes mercantiles llegan a gobernar descaradamente por personas interpuestas, carcajeándose de la voluntad expresada en las urnas.
El simplismo aznariano emanado de los mapas franquistas, con los infantiles dibujos de la alta velocidad entre Madrid y las provincias, y su peculiar visión de "país serio e importante", amenaza con encaramar (o encamar) a España como colonia norteamericana de una administración bushiana tan torpe y mentecata, que sigue creyendo que el aglutinante de la democracia es el temor al terrorismo. Ésta es la única "modernidad" recogida por Aznar: ETA, indudablemente el más repugnante y putrefacto residuo franquista, como excusa y antídoto universal para evitar "pensar en claves de futuro". ETA, con su inhumana y abominable violencia, y "las batallitas de la colaboradora Batasuna con su quema de banderas" que asemeja carpetovetónicamente a quienes las incendian con quienes lo consideran una ignominia sacrílega, son el monotema informativo que esconde la política tras la morralla televisiva y el deporte nacional, como en los mejores tiempos de la "oprobiosa".
Los excesos e insultos del PP más desbocado, que ya acusa de hacer el juego a los terroristas en Euskadi o en Irak a cualquier discrepante de su politiquería de "pensamiento único", amenazan la convivencia deseada por la inmensa ciudadanía que habrá de despertar y, con inteligencia y voluntad, enviar democráticamente a Aznar no al retiro ni a la oposición, sino al "museo de los errores y de los horrores". Sólo así nos dispondremos comunitariamente a ingresar en una Europa supranacional, descubridora y enamorada de la diversidad de pueblos que la componen, y que ciertamente preexisten y existirán antes y después de los precarios Estados. El final de esta pesadilla aznariana se avecina, ojalá con un sucesor que sorprenda a su mentor y represente a una derecha española del siglo XXI desprendiéndose de ese lastre ultramontano predominante que vocifera impunemente, y podemos vislumbrar una salida pacífica, contemporánea y europeísta del túnel del pasado que unos no conocen y otros queremos olvidar. No más "Pan de MIA".
Sinceramente, y quizá con más intuición que sapiencia, muchos creemos que en una Europa unida desde su pluralidad, con los signos externos propios de los Estados del pasado siglo XIX compartidos como Banco central, moneda, parlamento, ejército,… se impondrá un modelo de organización territorial por redes regionales, articuladas en ejes socioeconómicos compartiendo culturas propias bajo una identidad europea común, multilingüe e intercultural. Otros símbolos como el "orgullo nacional", la bandera propia, o la lengua única, son reminiscencias decoloradas. Nuestro continente, el más avanzado políticamente, probablemente pronto se ordenará en 60 u 80 euro-regiones, de entre 5 a 10 millones de habitantes, en unidades muy eficaces y administrables, cada una con sus referenciales históricas, étnicas y lingüísticas. Países como Islandia, Noruega, Suecia, Finlandia y Dinamarca permanecerán iguales, acreditando su primacía actual. Resurgirán Escocia y Gales como entidades independientes, e indudablemente Cataluña y Euskadi también, así como Galicia o Andalucía. Se impondrán formatos como el cantonal suizo y se generalizarán el modelo de los lander alemanes,… así como unidades de megalópolis como París y su área metropolitana (con 10 millones), o Madrid. Casi lo única cierto será que la Unión Europea no estará conformada, en exclusiva, por los Estados europeos de finales del siglo XX, y que la incorporación de nuevas naciones emergentes como las bálticas o balcánicas no serán ni las únicas ni las últimas.
Y mientras en España, la verdad y el debate siguen secuestrados, por una "restauración" como la representada por este negro cambio de siglo protagonizado por un Aznar, alzado de los años '60 desde aquel Fraga que compatibilizaba la "libertad de prensa" tardofranquista con la sangrienta represión obrera, y que sigue apoyando una "interpretación de la Historia" como la promovida por la Fundación Francisco Franco.
Hemos de reflexionar colectiva, pacífica y democráticamente sobre tres o dos modelos de Estado. No sólo sobre los denostados de Ibarretxe o Maragall, sino también sobre el "modelo constitucionalista interpretado por Aznar", convirtiendo a la Carta Magna de 1978 en la inmutable tabla de Moisés, que descarrila en amenazas como la pregonada por el sucesor más popular y "mayor" de que el "ejército" asegurará la sagrada unidad territorial, con una visión de las fuerzas armadas similar a la soviética en la primavera de Praga en 1968 o la china en la Plaza de Tiananmen durante junio de 1989. Esta sola interpretación obscena de un ejército europeo del siglo XXI, como represor de la misma ciudadanía supuestamente propia, exige la reformulación de una constitución de transición, que si bien supuso un avance desde una anacrónica dictadura europea (la última de la Europa occidental), su estatismo inmovilista sólo puede amenazarnos y encadenarnos a todos con el más sombrío pasado.
El trasnochado y anacrónico modelo aznariano sigue obsesionado con un gobierno centralista que considera que se atiende mejor desde la distancia, con una capitalidad que sujeta radialmente a las provincias en un sistema ptolemaico de Madrid como "centro del mundo" que ha sido refutado y reemplazado por el modelo copernicano de una Europa continental. Este sistema absolutista todavía parece creer en un caudillo único, que elige y corona a su sucesor en medio de una impavidez o parálisis colectiva, que sólo puede no sorprender por la incultura política de una parte de la ciudadanía española (dicho sea con todo pesar, y aún sabiendo que aseverarlo sea políticamente incorrecto).
Desventuradamente pervive un modelo petrificado de "grandeza española", mantenido por una "formación del espíritu nacional" y por poderosos grupos oligarcas de opinión publicada que defienden indignos intereses económicos con rancias propuestas extemporáneas de un imperio español desintegrado desde 1892, y que en beneficio de unos pocos se empecina en no superarse, a pesar de haber significado un cruento siglo XX de conflictos peninsulares (y africanos), con una guerra civil y varias dictaduras. La válida transición de 1978 se quiere abortar o fosilizar, sin dejarla evolucionar con talento hacia una realidad de interconexión planetaria, mediante un planteamiento neofranquista retrógrado y nostálgico, que desgraciadamente ha calado parcialmente con la ayuda de una prensa controladora de una ciudadanía políticamente poco formada y pésimamente informada (aunque estas palabras sean condenadas al ostracismo en los medios que se saben más culpables).
Catalunya, Euskadi,… no son enemigas sino del arcaísmo centrípeto, y su única culpa ha sido ser más europeas (por proximidad y por realidad histórica transfronteriza) y defender su identidad regional con más ahínco que otras regiones españolas. El modelo centralista aznariano en modo alguno favorece ni siquiera a la ciudadanía madrileña, como bien se ha comprobado recientemente con escándalos inmobiliarios que demuestran cómo los poderes mercantiles llegan a gobernar descaradamente por personas interpuestas, carcajeándose de la voluntad expresada en las urnas.
El simplismo aznariano emanado de los mapas franquistas, con los infantiles dibujos de la alta velocidad entre Madrid y las provincias, y su peculiar visión de "país serio e importante", amenaza con encaramar (o encamar) a España como colonia norteamericana de una administración bushiana tan torpe y mentecata, que sigue creyendo que el aglutinante de la democracia es el temor al terrorismo. Ésta es la única "modernidad" recogida por Aznar: ETA, indudablemente el más repugnante y putrefacto residuo franquista, como excusa y antídoto universal para evitar "pensar en claves de futuro". ETA, con su inhumana y abominable violencia, y "las batallitas de la colaboradora Batasuna con su quema de banderas" que asemeja carpetovetónicamente a quienes las incendian con quienes lo consideran una ignominia sacrílega, son el monotema informativo que esconde la política tras la morralla televisiva y el deporte nacional, como en los mejores tiempos de la "oprobiosa".
Los excesos e insultos del PP más desbocado, que ya acusa de hacer el juego a los terroristas en Euskadi o en Irak a cualquier discrepante de su politiquería de "pensamiento único", amenazan la convivencia deseada por la inmensa ciudadanía que habrá de despertar y, con inteligencia y voluntad, enviar democráticamente a Aznar no al retiro ni a la oposición, sino al "museo de los errores y de los horrores". Sólo así nos dispondremos comunitariamente a ingresar en una Europa supranacional, descubridora y enamorada de la diversidad de pueblos que la componen, y que ciertamente preexisten y existirán antes y después de los precarios Estados. El final de esta pesadilla aznariana se avecina, ojalá con un sucesor que sorprenda a su mentor y represente a una derecha española del siglo XXI desprendiéndose de ese lastre ultramontano predominante que vocifera impunemente, y podemos vislumbrar una salida pacífica, contemporánea y europeísta del túnel del pasado que unos no conocen y otros queremos olvidar. No más "Pan de MIA".
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