El Misterio de Roseto es la historia de cómo descubrieron un lugar en Pensilvania y su secreto comunitario de longevidad, porque allí la gente solamente se moría por ser muy vieja, de pura ancianidad. El origen de los fundadores de este municipio estadounidense se encuentra en Italia.
Roseto Valfortore se encuentra al pie de los Apeninos, en
la provincia italiana de la Foggia, a unos 160 kilómetros al
sureste de Roma. Como villa medieval que es, está organizada alrededor de su plaza mayor. Durante siglos, los paesani de Roseto trabajaron en las
canteras de mármol de las colinas circundantes, o cultivaron los campos en terraza del valle, caminando unos ocho
kilómetros montaña abajo por la mañana y haciendo el
viaje de vuelta monte arriba por la tarde. Era una vida
dura. La gente era en su mayor parte analfabeta y desesperadamente pobre. Nadie albergó demasiadas esperanzas de mejora económica hasta que a finales del siglo XIX llegaron a Roseto nuevas de una tierra de promisión al
otro lado del océano.
En enero de 1882, un grupo de once rosetinos —diez
hombres y un muchacho— se embarcaron para Nueva
York. En su primera noche en América durmieron sobre el
suelo de una taberna de la calle Mulberry, en Little Italy
(Manhattan). De allí se aventuraron al oeste, y acabaron
por encontrar trabajo en una cantera de pizarra 144 kilómetros al oeste de la ciudad, cerca de la localidad de Bangor
(Pensilvania).
Al año siguiente, fueron quince los rosetinos
que viajaron de Italia a América, y varios miembros de aquel
grupo terminaron también en Bangor para unirse a sus
compatriotas en la cantera de pizarra. Aquellos inmigrantes, a su vez, propagaron por Roseto la promesa del Nuevo
Mundo; y pronto otro grupo hizo las maletas y se dirigió a
Pensilvania, hasta que la corriente inicial de inmigrantes se
convirtió en inundación. Sólo en 1894, unos mil doscientos rosetinos solicitaron pasaportes para América, y dejaron así abandonadas calles enteras de su pueblo.
Los rosetinos comenzaron a comprar tierra de una ladera rocosa unida a Bangor por un escarpado camino de
carretas. Levantaron casas de dos pisos estrechamente arracimadas, y construyeron una iglesia y la
llamaron Nuestra Señora del Monte Carmelo. Al principio, bautizaron su pueblo Nueva Italia; pero pronto lecambiaron el nombre por el de Roseto, pues les pareció
muy propio, dado que casi todos procedían de aquel pueblo italiano.
Los rosetinos comenzaron a criar cerdos en sus patios traseros y a cultivar uvas con que hacer su vino cosechero.
Construyeron escuelas, un parque, un convento y un cementerio. Abrieron tiendas, panaderías, restaurantes y bares a lo largo de la avenida de Garibaldi. Aparecieron más
de una docena de telares donde se fabricaban blusas para
el comercio textil. La vecina Bangor era mayoritariamente galesa e inglesa, y la siguiente ciudad más próxima era
abrumadoramente alemana, lo cual —dadas las tormentosas relaciones entre ingleses, alemanes e italianos en
aquellos años— significaba que Roseto sería estrictamente para los rosetinos.
Quien hubiera recorrido las calles
de Roseto (Pensilvania) en los primeros decenios del siglo
pasado, no habría oído hablar sino italiano, y no un italiano
cualquiera, sino justo el dialecto sureño de la Foggia que se
hablaba en el Roseto de Italia. El Roseto de Pensilvania era
un mundo propio autosuficiente en su pequeñez, casi desconocido para la sociedad que lo rodeaba; y bien podría haber permanecido así, de no haber sido por un hombre llamado Stewart Wolf, un pionero de la medicina psicosomática.
Wolf era médico y advirtió que rara vez
había tenido algún paciente de Roseto menor de sesenta y
cinco años hubiese tenido problemas cardiacos.
Wolf se quedó muy sorprendido. A finales de la década
de 1950, antes de que se conocieran los fármacos para reducir el colesterol y otras medidas agresivas para prevenir
afecciones cardiacas, los infartos eran una epidemia en
Estados Unidos. Eran la principal causa de muerte entre
los varones menores de sesenta y cinco años.
Contando con la colaboración del sociólogo John Bruhn, ambos descubrieron algo que resultó ser vital en el esclarecimiento del Misterio de Roseto. Observaron que los rosetianos habían construido una comunidad muy cohesionada. Todos se ayudaban mutuamente; en una población de apenas dos mil habitantes había veintidós organizaciones cívicas. Las casas donde convivían tres generaciones eran inusualmente frecuentes.
Roseto potenciaba sobremanera el igualitarismo y los más afortunados ayudaban a los más desfavorecidos. En definitiva, el sentimiento de comunidad era extremadamente extraordinario para una comunidad afincada en un país donde se primaba sobremanera el individualismo. Tenían un sentimiento de la familiaridad entre ellos. No había soledad.
Hoy día entendemos lo que es la "salud comunitaria" y cómo los rosetianos evitaban la soledad, causante del estrés; el gran mal de los países desarrollados. El estrés aumenta en nuestro cuerpo la hormona llamada cortisol. El cortisol es producido por la glándula suprarrenal y prepara el organismo para momentos puntuales en los que tenemos que acelerar nuestra actividad metabólica en respuesta a condicionantes externos. Pero la exposición constante de los tejidos al cortisol provoca el incremento de la presión arterial y la depresión del sistema inmune que termina desembocando en enfermedades cardiovasculares.
Los rosetianos nos brindaron un bonito experimento con el cual demostraron la naturaleza grupal del ser humano, enseñando que el Homo sapiens es un animal social en contra de las tendencias individualistas que se imponen en los países desarrollados.
En resumen: Los rosetinos estaban sanos por ser de donde eran y por estar rodeados de quienes estaban rodeados. Habían creado su propio mundo, donde el poder del clan de arropamiento y el concepto de felicidad era distinto al concepto de felicidad que existía una vez salías de Roseto. Si quieres cumplir muchos años, elige vivir entre gente que quieres y que te quieren,...
Una historia muy interesante. Gracias, Mikel, por compartirla.
ResponderEliminarMikel,bonita historia con mejor moraleja.
ResponderEliminarQué los de oriente te colmen de presentes.
¡Gracias, Iñaki, Pedro, grandes personas y grandes amigos!
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