Dos situaciones cotidianas que descubren y denuncian un preocupante contrasentido social que se ha extendido en las últimas décadas.
Aquel día nuestro protagonista, un padre conductor o una madre conductora, debía atender a dos tareas inusuales que había programado cuidadosamente: Ir a la escuela de sus hijos y pasar por el garaje. Sabía que la primera entrevista sería complicada, porque no iba a aceptar el criterio de la tutora escolar y que, tras discutir consecutivamente y sin acuerdo con el consultor (o la orientadora), la logopeda y el jefe de estudios, pediría de inmediato la intervención de la mismísima directora del colegio. Todo bajo la amenaza de solicitar, en caso contrario, a la inspectora pertinente que tramitase una denuncia al Delegado provincial o al Ararteko (Defensor del Pueblo).
- “¡Qué sabrán ellos de cómo es mi hijo, y de qué le conviene!”, pensó mientras se iba pertrechando para el encuentro que suponía sería desagradable, ya que le costaría conseguir lo que pensaba que es mejor para su familia. Para ello habría de rebatir toda suerte de teorías didácticas y pedagogías aplicadas de las que, en realidad, reconocía internamente no saber nada.
Luego, en el taller de reparaciones el protocolo sería complemente distinto. Allí le harían esperar, hasta que un mugriento mecánico apareciese y se dignase atenderle. Si había suerte y, finalmente, le abría el capó de su automóvil, lo más probable es que farfullase algo ininteligible, como que parecía tratarse de la “junta de la trócola del diferencial”. Ante ello, sólo cabría balbucear:
- “¿Cuánto...?”, osaría preguntar, con el debido respeto y toda su humildad.
- “Hasta desmontarlo todo, no se sabe”, le replicaría sin dejarle terminar la frase y con manifiesta displicencia el operario limpiándose las manos grasientas.
Esta exagerada parodia, popular entre el profesorado, sólo pretende reivindicar el necesario reconocimiento profesional que merecen todos los trabajadores, incluidos los garajistas. Pero -por su trascendencia- agradeciendo con singular aprecio a nuestro capacitado y titulado profesorado, cuya elevada formación, dilatada experiencia y extensa especialización no siempre son debidamente correspondidas por algunos familiares del alumnado.
Vídeo humorístico. Versión para imprimir: mikel.agirregabiria.net/2007/trocola.DOC
Aquel día nuestro protagonista, un padre conductor o una madre conductora, debía atender a dos tareas inusuales que había programado cuidadosamente: Ir a la escuela de sus hijos y pasar por el garaje. Sabía que la primera entrevista sería complicada, porque no iba a aceptar el criterio de la tutora escolar y que, tras discutir consecutivamente y sin acuerdo con el consultor (o la orientadora), la logopeda y el jefe de estudios, pediría de inmediato la intervención de la mismísima directora del colegio. Todo bajo la amenaza de solicitar, en caso contrario, a la inspectora pertinente que tramitase una denuncia al Delegado provincial o al Ararteko (Defensor del Pueblo).
- “¡Qué sabrán ellos de cómo es mi hijo, y de qué le conviene!”, pensó mientras se iba pertrechando para el encuentro que suponía sería desagradable, ya que le costaría conseguir lo que pensaba que es mejor para su familia. Para ello habría de rebatir toda suerte de teorías didácticas y pedagogías aplicadas de las que, en realidad, reconocía internamente no saber nada.
Luego, en el taller de reparaciones el protocolo sería complemente distinto. Allí le harían esperar, hasta que un mugriento mecánico apareciese y se dignase atenderle. Si había suerte y, finalmente, le abría el capó de su automóvil, lo más probable es que farfullase algo ininteligible, como que parecía tratarse de la “junta de la trócola del diferencial”. Ante ello, sólo cabría balbucear:
- “¿Cuánto...?”, osaría preguntar, con el debido respeto y toda su humildad.
- “Hasta desmontarlo todo, no se sabe”, le replicaría sin dejarle terminar la frase y con manifiesta displicencia el operario limpiándose las manos grasientas.
Esta exagerada parodia, popular entre el profesorado, sólo pretende reivindicar el necesario reconocimiento profesional que merecen todos los trabajadores, incluidos los garajistas. Pero -por su trascendencia- agradeciendo con singular aprecio a nuestro capacitado y titulado profesorado, cuya elevada formación, dilatada experiencia y extensa especialización no siempre son debidamente correspondidas por algunos familiares del alumnado.
Vídeo humorístico. Versión para imprimir: mikel.agirregabiria.net/2007/trocola.DOC
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Alta tensión
Vino el padre, como un Mihura, "un profesor ha pegado a mi hija", acompañado de su mujer, su hija pequeña, el bebé en el carrito y, por supuesto, Y. Como había quedado con ellos a las 14.15, hora de salida del instituto y quería evitar un enfrentamiento directo a la vista de los alumnos me retrasé unos minutos en el piso de arriba.
Cuando bajé, estaban entrando en el despacho del director a quien yo le había pedido que estuviese presente (también por la mañana le había pedido que "interrogase" a los alumnos que habían sido testigos del incidente y que corroboraron mi versión de los hechos).
Ofrecí mi mano al padre que dudó unos segundos en estrecharla, pero al final accedió sin quitar de su cara cierta mirada de desprecio. Ya dentro del despacho empezó la conversación. Primero la versión de Y., que insistía en que yo la había pegado un bofetón. Después mi versión, mucho más completa y contundente, con cierto lujo de detalles y aclaraciones, poniendo en claro lo absurdo y ridículo que habría sido por mi parte golpear de intento a tan tierna preadolescente. Incluso saqué a relucir que soy zurdo y el golpe lo había recibido la criatura en la parte izquierda de su cara: la había golpeado, claro está, pero con el antebrazo derecho en el momento de separarla... El padre se debió dar cuenta de que la cosa no tenía mucho sentido. La alumna no se atrevió a contradecir mi versión, la madre escuchaba callada y atenta, al igual que la hija de 7 años que se lo debía de estar pasando en grande con el espectáculo.
El padre cambió de argumento: lo que le molestaba no es que yo hubiese pegado a la niña, porque entendía que había obrado bien al separarlas (y a estas alturas ya debía de dar por supuesto que su hija no se llevó ningún bofetón aunque hubiera sido merecido), sino que lo único que le había molestado era que yo me hubiese reído de él por teléfono el día anterior... Y es cierto que me reí cuando hablé con él por teléfono, pero evidentemente no me reí de él, me reí de lo kafkiana y rocambolesca que se había vuelto la situación: llamo a su casa para aclarar lo que ha pasado con su hija y me encuentro con amenazas de denuncia y malas palabras. En esas situaciones, para mi desgracia, me suele entrar la risa tonta que viene a significar "cómo es posible que me esté ocurriendo esto". Así se lo intenté hacer ver, también de forma contundente, y debí de dejarle convencido porque poco a poco se fue suavizando y, de hecho, cuando se despidió me pidió disculpas, lo cual también es muy de agradecer, aunque eso no me haya quitado la noche sin dormir que pasé (casi peor que la noche de Reyes Magos), ni la tensión agolpada en el estómago que me impidió probar las rosquillas que trajo José para celebrar su cumpleaños, ni el dolor de cabeza cuya existencia prácticamente desconocía.
Cuando se marcharon respiré aliviado, pero estuve toda la tarde medio atontado, como si me hubiesen dado una paliza.
Un amigo, al que le había contado el día anterior lo sucedido, me llamó por la tarde para preguntarme qué tal había ido todo y me dio muchos ánimos, pero, eso sí, me avisó de que me fuese acostumbrando porque ésta no sería la última vez que me iba a ver en una situación parecida: temo que tendré que darle la razón.
Publicado en DEIA, el domingo 20-5-2007.
Publicado en Noticias de Gipuzkoa, el 25-5-2007.
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