El joven bandolero y el viejo monje

Una tarde, un desarrapado salteador de caminos esperaba al acecho cuando vio aparecer a un anciano monje tibetano. Sin esperar ningún tesoro, con hambre y sin nada para cenar, decidió abordarle para quitarle lo único que tal vez portaría: Algún fruto seco para el viaje.

Saltó frente al sabio, blandiendo un cuchillo en la mano. Amenazante, gritó:

  •  Dame todo lo que lleves.
  • Toma esta gema, que encontré anoche junto a un pozo, respondió el caminante, que amablemente le dio tras rebuscar en su túnica.

Sorprendido el bandido, tomó la joya, la admiró por un instante e, inmediatamente, se fue corriendo para huir del lugar. Cuando al cabo de muchos minutos se detuvo a gran distancia, escondido tras unos arbustos. ¡Qué inesperado botín que le había brindado tan singular personaje!

Las sombras de la noche cayeron, las estrellas celestiales florecieron, pero el huérfano jovenzuelo no conseguía dormir. Junto a la alegría por la valiosa alhaja, le inquietaba algo que no acababa de entender. Algo rondaba por su cabeza hasta que el alba le dio la clave,…

Corrió en busca del anciano, mirando a ambos lados del sendero por si aún dormía el monje. No lograba verle, por lo que -nervioso- prosiguió la ruta. Al final pudo verle. Corrió a su encuentro, se puso delante, se arrodilló ante aquel maestro y le ofreció el rubí, diciendo:

  • No quiero la joya que ayer te robé, sabio lama.
  • Es para ti, joven amigo, te la concedí al igual que fue un regalo para mí su hallazgo.
  • No, maestro, yo quiero algo más admirable que tú posees.
  • Todo lo mío es tuyo, lo compartiré con alegría, aunque nada tenga.
  • Quiero tu sentido de la vida, esa actitud de bondad que todo lo concede.

Así fue. Cuando llegó al monasterio, el monje venía acompañado de un nuevo discípulo que quería aprender qué es lo trascendente de la vida. Un día después, una caravana encontró en la vereda dos extraños objetos juntos y abandonados: Un cuchillo oxidado y un brillante rubí.

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