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¡Nostra culpa!

Muchos somos los que pertenecemos al inmenso “club de los pacifistas”, incluidos algunos que por edad y origen, fuimos sabiamente formados en pro de la defensa del débil, sabiendo que la calidad humana siempre reside en colocarse solidariamente en “el lugar del perseguido”. Nos impactó cómo transcodificó Buñuel una pésima novela de Pérez Galdós, en la película de “Tristana”, que comienza con una escena en la que el hidalgo venido a menos, don Lope, se jacta de “defender al débil” ante su, entonces, sobrina y pupila, engañando a la policía al indicarles erróneamente por dónde ha huido un mozalbete ladronzuelo. Quizá nunca fuimos tan quijotes como para “salir a vagar por los caminos del mundo en busca de aventuras para enderezar entuertos y emprender una cruzada para defender al débil y al desvalido”, pero sí creímos que eran bienaventurados los acorralados, y más aún los amenazados injustamente.

En el crepúsculo del terrorismo, en nuestra Euskadi, todos conocemos casos de inocentes hostigados. Recuerdo ahora dos casos cercanos: Docentes, mujeres, una directora de un colegio público, modelo y referencia de la educación vasca, otra especialista en innovación educativa, con unas trayectorias personales y profesionales encomiables, que por el mero hecho, completamente honorable, de presentarse como concejala o miembro de una ejecutiva política, son coaccionadas y viven la zozobra cotidiana del acoso.

Ante todos los que sufren estoicamente esta maldición debemos entonar el “mea culpa” por no habernos rebelado antes y habernos plantado todos nuestra amarilla “estrella de David”, que diga “también yo soy judío”. Nunca es tarde para manifestar:

1º Nuestra solidaridad fraternal con todos los intimidados, y nuestro apoyo incondicional, así como señalar que si este amparo ha podido no ser demasiado explícito es por pura vergüenza de parecer excesivamente obsequiosos, y de ayudar a restar importancia a la trágica circunstancia de convivir en esas condiciones.
2º Nuestra enérgica denuncia por esta flagrante violación de los derechos humanos de todos los perseguidos. Todos debemos defender el cumplimiento de todos los derechos humanos, para todas las personas, sin excepciones.
3º Nuestra condena del inmenso latrocinio que causa este necesario y costosísimo despliegue de escoltas (entre 3.500 y 5.500, según las diversas fuentes), junto al incalculable estrago ético, moral, educativo, social y económico del siniestro e irracional terrorismo.
4º Nuestra adhesión a esa cita de Kofi Annan, que recuerda frecuentemente el Lehendakari Ibarretxe, y que sentencia que "se puede amar y defender lo que se es, sin odiar lo que no se es".
5º Nuestra felicitación, una vez más, a Gesto por la Paz por toda su labor histórica, a la que se añade esta última y acertada campaña de sensibilización de la ciudadanía “Contra la violencia de persecución”.

Desde el 25 de junio de 1998, cuando mataron al concejal Manuel Zamarreño, hasta el 21 de enero de 2000, cuando fue asesinado en Madrid el militar Pedro Antonio Blanco, vivimos un periodo de paz. Queremos la paz definitiva, indefinida y para todos. Necesitamos esa paz, merecemos esa paz,… y la obtendremos por persuasión. Pronto será así, seguro.

Mientras nos queda… la esperanza y la educación. Quizá previamente a enseñar los legítimos patriotismos, debamos instruir sobre una identidad futura común de todos como seres humanos, como pacifistas y como “PAZiotas”, antes que como patriotas de allá o de aquí.

¿Átomos o historias?

La Vida percibida con una visión relacional, no molecular.

La poetisa norteamericana Muriel Rukeyser (1913-1980), corrigió a Demócrito y a todos los atomistas con su transgresora declaración, que modestamente muchos suscribimos: "El universo está hecho de historias, no de átomos". 

Esta perspectiva nos aporta una visión sobrenatural, que nos recuerda que nuestra misión no es poseer, sino amar, y que quien tiene una misión, ha de cumplirla. 

La propia Física superó entre 1666 y 1678 la teoría corpuscular de Newton, con la teoría ondulatoria de Huygens, aplicadas ambas inicialmente a la luz y extensivas posteriormente a toda “masa” con la Física Cuántica desde Planck, Bohr, Heisenberg y Schrödinger. Incluso físicamente no somos sólo materia; también somos energía, y la ecuación de Einstein (E=m.c2) relaciona ambas magnitudes. 

En lenguaje coloquial, o más líricamente, cuando vemos venir por la calle a la persona que adoramos, todos olvidamos que abrazaremos a una conjunción estructural de moléculas. En esas ocasiones, y quizá en todas, sólo existe una historia de amor, que perdurará cuando los átomos participantes se hayan dispersado por el cosmos. 

Hemos de descubrir que no somos seres predestinados a dominar a otros, sino a quererlos. Comprenderemos que las únicas conquistas inmortales son las del cariño. ¡Hay tantas clases de amor y de amistad! Relaciones de pareja, familiares, laborales, sociales, espirituales,… Cultivemos todas ellas, apostando por la calidad más que buscando la simple cantidad. No la llamemos Vida, si no podemos llamarla Amor o Amistad. 

La vida no son los inestables átomos que almacenemos en forma de posesiones o patrimonio, ni siquiera los bytes de conocimiento y sabiduría que acumulamos. Si sólo son para nuestro disfrute, con nosotros perecerán. Sólo entregándonos y dándonos, sobreviviremos a nuestra muerte. La existencia es, ante todo, la relación con los demás. La vida se mide por la calidad de vínculos e interrelaciones, más que por la cantidad de objetos materiales. 

Reflexionemos y actuemos. Recordemos que las ideas no duran mucho, así que hay que hacer algo con ellas. ¡Suerte con nuestras historias de amor! Descongelemos el poeta que llevamos dentro, recitando el Jeroglífico de Charles Cros, poeta y científico: “J'ai trois fenêtres à ma chambre: l'amour, la mer, la mort” ("Tengo tres ventanas en mi habitación: el amor, la mar, la muerte", pero en español se pierde la similitud fonética).

Un día, una vida

Hoy también, con suerte, dispondremos de 86.400 segundos para ser irrepetiblemente nosotros mismos,… para amar a los nuestros… y a los demás, para ayudar a los necesitados… y a los demás, para disfrutar de los gozos… y de los recuerdos, para saborear lo dulce… y lo amargo. Sonriamos siempre, porque todo ello, a lo sumo, apenas… durará… un día, hasta que el sueño… nos abrace… de nuevo… Y llegará una noche, antes de lo que creemos, que el ensueño… será… eterno.

Dedicado a Yukichi Chuganji, el anciano japonés que vivió más de 41.600 días y que ahora descansa en paz. Su recuerdo nos ayuda a vivir con intensidad cada jornada que se nos escurre entre los dedos, a veces sin dejar memoria. No lo permitamos: Cada día es una vida, diferente, singular, nueva, a estrenar. Amigo lector: ¿Qué haremos hoy?

Al sepelio por el sexenio

La vida está organizada por sexenios: estudias durante 3 sexenios (Infantil 0-6 años, Primaria 6-12 años y Secundaria 12-18 años) hasta la mayoría de edad; si eres universitario te instruyes un 4º sexenio, de los 18 a los 24 años; trabajas luego 6 ó 7 sexenios (equivalentes a 12 ó 14 trienios) hasta los 60 o 66 años. Como jubilado vives otros 3 sexenios, y si eres mujer un sexenio extra. Total: 13 sexenios para los caballeros y 14 para las damas. Visto así parece muy poco. ¿Cuántos sexenios has vivido ya y cuántos te quedan?

Sigue el consejo de una plegaria irlandesa: Date tiempo para leer, es la base de la sabiduría. Date tiempo para pensar, es la fuente del poder. Date tiempo para trabajar, es el precio del éxito. Date tiempo para amar y ser amado, es el privilegio de los dioses. Date tiempo para compartir; la vida es demasiado breve para ser egoísta. Date tiempo para jugar, es el secreto de la eterna juventud. Date tiempo para sonreír, la alegría es la música del alma. Date tiempo para soñar, es el atajo hacia el cielo. Date tiempo para planificar, es la clave para disfrutar tu vida. Recuerda que ‘empo’ no significa nada: Eso es el ‘tiempo’ sin ‘ti’…

Nacidos humanos

Cada recién nacido nos recuerda lo más esencial: para qué nacimos y que pronto o tarde moriremos.

No nacimos para explotarnos los unos a los otros, ni para odiarnos, ni para dominar o ser sometidos. Tampoco nacimos para triunfar, si ello supone la derrota de otros. No nacimos para perder, ni para sufrir, ni para ser esclavos de una forma u otra. Nacimos para ser libres, para ser justos, para ser solidarios, para ser felices.

Nosotros, todos, de un color u otro, de un continente u otro, somos personas, seres nacidos para compartir, para crear, para creer, para crecer, para aprender, para leer y para escribir, para trabajar, para sentir, para cantar, para bailar, para salvarnos, juntos, unidos,…

Nacimos necesitados de cuidados y destinados a cuidar. Nacimos indefensos, de una madre y de un padre, con el instinto de cuidar a los más pequeños, a los más débiles, para considerarnos como hermanos. Nacimos como seres sociales, para convivir mancomunados, para apoyarnos los unos en los otros, para compartir alegrías y para sobrellevar penas, para solucionar mejor nuestros problemas.

Nacimos para la alegría, para la gloria, para ser amigos, para enamorarnos, para perpetuarnos,… Somos seres nacidos con mente para pensar, con manos para contribuir, con corazón para amar, con cuerpo para gozar y con espíritu para que, cuando llegue la hora final, podamos decir: he vivido y mi vida ha tenido sentido.
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Versión final en: mikel.agirregabiria.net/2006/nacidos.htm

Perdón y pasión

Hemos de aprender a pedir perdón. Pido perdón por todos mis errores, por todo el daño que he causado, deliberada o involuntariamente, por egoísmo o por indiferencia. Perdonadme, os lo ruego. Recordad que al perdonar os asemejáis a Dios. ¡Perdón, os suplico! Dicen que el perdón es la mayor venganza y la única tolerable.

Contad con mi perdón, para todos, en todo, sin excepciones. Gracias incluso os doy, porque cuando me sentí dolido quizá me sirvió para aprender y para entender el sufrimiento mayor que yo os causaba con mi inconsciencia y con mi ligereza. Perdonadme también, por creer que podría perdonaros algo.

“Dios nos perdonará, porque ése es su oficio” dijo Heine, y Shakespeare que “el perdón es doblemente bendito, porque bendice al que lo da y al que lo recibe”. Si Dios nos perdonará, hagámonos un favor doble: Perdonémonos a nosotros mismos. Digamos “Me perdono”, después de pedir perdón a los demás. Todos necesitamos que nos perdonen mucho, y las lágrimas genuinas de arrepentimiento no sólo piden perdón, lo merecen. Perdón, y propósito de enmienda, porque es mejor aprender a no ofender que luego a solicitar piedad, que a menudo no repara todo el mal provocado.

Perdonar en comenzar a amar. El perdón es una decisión, no un sentimiento. Perdona a todos y perdónate también a ti mismo. Acéptate, reconócete y ámate, recuerda que siempre tendrás que vivir contigo mismo. Abandona el resentimiento hacia ti mismo y la crítica hacia los demás. No seas cómplice, ni siquiera juez, de lo que te disguste. No pierdas tu valioso tiempo con recriminaciones ajenas o propias. Asume tus responsabilidades, acepta tus dificultades y colabora en hacer el bien. Lo que deba suceder, sucederá. Que te encuentre activo, apasionado en un trabajo de ayuda a los demás, amando hasta donde tu corazón te permita. Pongamos pasión en la compasión.

Aferrados a la vida

La insoportable levedad de la existencia tras el 11-M

Cuando sentimos el vértigo de la muerte, nos aferramos a la vida. Es justamente en esos días interminablemente largos, como el pasado 11 de marzo, cuando la vida nos parece insolentemente corta. Pero no podemos subsistir temerosos de la muerte, porque de ese modo jamás seríamos libres y nunca disfrutaríamos del mayor don que nos han regalado nuestros padres: la vida. Por el contrario, hemos de alegrarnos de la vida porque nos depara oportunidades únicas para jugar, reír, aprender, trabajar, contribuir,… y la más fabulosa de las facultades humanas: la ocasión de amar antes de morir.

El polifacético Leonardo da Vinci advirtió que “Como un día bien empleado procura un dulce sueño, así una vida bien utilizada, conduce a una apacible muerte”. Sólo nos queda el destino reseñado por el científico Stephen Hawkings: “Cuando empezamos a crecer aprendemos que la vida no es justa. Cada uno desde el lugar en que se encuentre debe hacer todo lo mejor posible”.

La vida impone sus condiciones irrevocables: sólo nos ofrece vivir ahora, en este tiempo, en esta sociedad, en este mundo. No caben excusas, ni aplazamientos, ni prórrogas. El tiempo sólo corre hacia delante, tampoco nos permite deshacer lo andado, ni corregir nuestros errores que causaron el mal, ni recoger las palabras vertidas en vano, ni reconstruir el fugitivo pasado.

La interminable lista de la masacre de Atocha no se cierra: la joven peruana Jackeline Contreras de 22 años ha sido la víctima mortal número 202. Reclamamos un nuevo minuto de silencio cuando se nos muere otro ser humano, que significa también la extinción de un poco de nuestra alma, que está en comunión con las demás ánimas. El espíritu es único, y sólo nos corresponde una fracción de esa esencia divina, un jirón infinitesimal que sin embargo es también infinito. Por ese camino descubrimos el recóndito secreto de la vida: Invertirla en algo que perdurará toda la eternidad, transformarla en bondad y en cariño. Como nos recuerda el consejo: “Que vivas todo el tiempo que quieras. Que quieras todo el tiempo que vivas”.

El mito de Ofelia

Un drama descrito en un cuadro favorito de muchos que somos románticos corregibles.

La desdichada Ofelia de la tragedia "Hamlet", es hija literaria de Shakespeare, como la gentil Desdémona o la dulce Julieta. Ofelia, prometida del atormentado príncipe Hamlet, se vuelve loca cuando éste, por confusión, mata a Polonio, chambelán de Hamlet y padre de Ofelia. En su desvarío, Ofelia vagabundea junto a un lago, recogiendo flores, y muere ahogada en las fangosas aguas. El nombre "Ofelia" parece estar inspirado en el griego "he ofeleía" (el socorro, la ayuda). Se ignora si Shakespeare se basó en algún precedente literario, como la novela pastoril Arcadia, publicada por el italiano Sanazzaro en 1504.

La mejor imagen de Ofelia puede verse en la londinense Galería Tate, en un famoso óleo del precoz pintor John Everett Millais, considerado como el sucesor de Turner. Es la obra emblemática en el más puro estilo del romanticismo inglés. Millais deseó realizar este tema inspirado en Shakespeare, si bien una joven ahogada no era muy habitual en los cuadros de mediados del siglo XIX. Ello brindó al artista innumerables posibilidades de experimentar lo relacionado con la ausencia de gracia y equilibrio. Como modelo posó Elizabeth Siddal, una bella doncella que trabajaba en una sombrerería y que se convirtió en la modelo favorita de los artistas del momento, casándose posteriormente con Rossetti. Lizzy posó en incómodas condiciones permaneciendo durante horas sumergida en un baño de agua tibia. El resultado es una obra hipnotizadora y escalofriante cargada de poesía, en la que encontramos el realista naturalismo de los prerrafaelitas, alejado de las tendencias académicas del arte oficial de su época.

Cuando Ofelia muere, pasando "de su melodioso canto a su turbia muerte" ("from her melodious lay to Muddy death"), se convierte en un imposible objeto de deseo. Ofelia cae cual estrella fugaz en un cielo de tragedia. Sentimos su sufrimiento y la vemos morir tan pronto, alejándose agua abajo con la luz de su sonrisa en los labios, como se desvanece cielo abajo la luz de los cometas fugitivos. Queremos quejarnos como ella en el único instante en que se lamenta: "To have seen what I have seen, see what I see!" (Haber visto lo que he visto, ver lo que veo). Porque hay un Hamlet en el fondo de todo corazón humano, y en la oscuridad de la conciencia de ese Hamlet, resta siempre el centelleo de alguna luz que no supimos recoger. La luminaria pasó, pero su estela queda, y jamás volverá aquella sonrisa a inundar con su hechizo nuestra existencia.

El primer amor es la forma genuina de la felicidad, quizá la única: Ánima vaga, impalpable, huidiza, como Ofelia. Momentánea en cada vida, eterna en la memoria. Como Ofelia, un cielo que se nos ofreció y desdeñamos. Podemos pensar que Shakespeare, al dar vida mental a la divina hechura de su alma, presintió que en ella fundía para siempre las eternas aspiraciones del sentimiento ideal de todo corazón humano en todos los países y en todas las edades. Nunca produjo el arte una creación más pura, ni divinizado una realidad más humana, ni concebido una verdad más esplendente. El arte no demuestra, pero el arte presiente.

¿A qué aspira el ser humano? A todo cuanto ofrece Ofelia: sencillez, candor, sinceridad, inocencia en deseos y en pensamientos, delicadeza en sentimientos y en actos, capacidad para todos los afectos, desde temblar ante la presencia de su amante hasta tambalearse en su delirio de huida.

El cadáver de Ofelia, ¡ay!, todavía sigue muriendo. Perecer como sucumbe Ofelia, nos sigue susurrando una belleza mágica, arrebatadora y sublime en el bosque sombrío donde aún habitan seres solitarios. Ojalá supiéramos encontrar los amores posibles, esas pasiones enfrenadas que posibilitan amores realizables y resistibles. Si nos moviésemos por buenos instintos, hallaríamos con facilidad querencias finitas, propias de amantes mortales que se atrevieron a amar.

Salud, dinero y amor

La canción decía “Tres cosas hay en la vida: Salud, dinero y amor. Y el que tenga estas tres cosas, que le dé gracias a Dios”.

Tras la lotería de navidad que nunca toca, se declara el día de la salud: “Mientras haya salud…”. Y ello recuerda la terna clásica de la felicidad: Salud, dinero y amor. Dos de estos elementos también aparecen entre las tres vivencias que nunca se olvidan: el primer amor, el primer dinero ganado y el pueblo donde se nació. E igualmente, amor y dinero se repiten entre las tres cosas que no pueden ocultarse: el humo, el amor y el dinero.

Muchos consideramos que el orden convencional de estos tres pilares del bienestar no es el correcto: Mejor sería primero el amor, luego la salud y finalmente el dinero. Paul Giraldy señalaba una diferencia: “El joven desea: amor, dinero y salud. Cuando llega a viejo desea: salud, dinero y amor”. Probablemente la salud no preocupa en la juventud y sí en la madurez, pero la primacía del amor y la relatividad del dinero debieran ser constantes en todas las etapas vitales.

El amor es la materia básica de la que está hecha la vida, porque la ciencia de vivir es el arte de amar. El vals de Rodolfo Sciammarella, que se remonta a 1939, insistía: “El que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide”. El amor además da trascendencia a la vida, con sus múltiples formas y dimensiones: amor de pareja, familiar, amistad, solidaridad,… Maurice Blondel señaló “El amor es, ante todo, lo que hace ser”.

La salud ha demostrado ser la mayor preocupación de la población según todas las encuestas, donde entre las circunstancias que más nos inquietan aparecen en los primeros puestos el fallecimiento, una larga o grave enfermedad o la invalidez, mucho antes que el desempleo o el divorcio. Con razón Emerson apuntaba que “la primera riqueza es la salud”.

El dinero es un buen sirviente, pero un mal amo; por ello, hemos de convertir al dinero en el más poderoso de nuestros esclavos. De ese modo, el dinero es algo maravilloso. Puede ser descrito como la energía de la Humanidad en forma portátil. Dispone de poderes que su amo no posee: puede acudir donde su propietario no llega, hablar idiomas que su poseedor desconoce y salvar vidas de quienes su dueño no sabe el nombre. Así mientras trabajamos en nuestra oficina, con un poco de fraternidad podemos estar colaborando mediante ONGs en escuelas, hospitales o asilos de lejanos países.

Lo cierto es que amor, salud y dinero son esenciales porque cuando nos falta alguno de estos factores no podemos pensar en otros objetivos; sólo si los hemos conseguido –en algún grado- podremos plantearnos nuevas metas. ¡Que el año 2005 nos traiga mucho amor, salud y dinero! Por si acaso no vienen por sí mismos, sería aconsejable ponerse a trabajar duramente para descubrirlos allá donde se encuentren.

Preguntas acertadas

Oportunas preguntas complejas para una sola respuesta obvia

Tuve un alumno que tras la inevitable decepción que le producía cada examen me decía: “Tengo mala suerte. Me sabía todas las respuestas, pero no he entendido las preguntas”. Todos aprendemos pronto que es mucho más importante atinar con las preguntas que acertar con las respuestas. Joubert dijo que “Las preguntas descubren la amplitud del ingenio, y las respuestas sólo su agudeza”, y el poeta Edward Estlin Cummings proclamaba la cíclica relación de “Siempre la hermosa respuesta que plantea una pregunta aún más hermosa”. En la obra de Calderón de la Barca, “A Dios por Razón de Estado”, se recoge el siguiente diálogo:
INGENIO. Ésa es la excelencia mía.
ATEO. Di: ¿Cuál?
INGENIO. Saber preguntar para saber responder.

Lo cierto es que con frecuencia la pregunta llega terriblemente más tarde que la respuesta. Definitivamente es mejor saber algunas de las preguntas que todas las respuestas. André Gide sentenció: “Hay más respuestas en el cielo que preguntas en los labios de los hombres”. Si lo esencial son las preguntas, ¿por qué no enumeramos una docena de interrogantes trascendentales que solucionarían prácticamente la totalidad de nuestras desgracias?

1- ¿Cómo se alcanza la felicidad?
2- ¿Qué me permitiría lograr lo que aprecio?
3- ¿Por qué unos son afortunados y otros desdichados?
4- ¿Cuál es la causa para que sólo algunos se realicen vital y profesionalmente?
5- ¿Existe un camino viable que conduce a la perfección individual y social?
6- ¿Puede ser gratificante el trayecto para lograr todo lo que deseo?
7- ¿Dónde reside el secreto de aprender y aportar?
8- ¿Qué me hace sentirme dichoso en mi vida ahora?
9- ¿Cómo puedo disfrutar en mi compromiso con los demás?
10- ¿Con qué me sentiría orgulloso de mi contribución a la sociedad?
11- ¿De qué modo puedo amar y ayudar más cada día?
12- ¿Qué remedio podría resolver todos los problemas de la humanidad?

Tantas trascendentales cuestiones tiene una respuesta única y simple: la educación. ¿Por qué nos cuesta tanto a todos adivinarla? Acaso porque ninguna pregunta es más difícil que aquélla cuya solución es obvia. Un proverbio camerunés asegura que “Aquel que se hace las preguntas, no puede evitar las respuestas”. Quizá esta reflexión sirva a las jóvenes generaciones, las de nuestros hijos que no saben adónde van… probablemente siguiendo nuestro mismo camino. Sugerencia final: Para transmitir estas recomendaciones hagamos que el fondo de la cuestión sea asimismo la forma, siguiendo el juicioso consejo que va desde Sócrates a Dale Carnegie: “Hagamos preguntas, en vez de dar órdenes”.

Enero, me temo

El enero verbenero que venero tiene un poco de lunes, algo de relevo y mucho veneno de los almaceneros.

Ha llegado enero con toda su corte de subidas generalizadas de los servicios públicos y privados. Todo sube, menos nuestros salarios que se siguen negociando y cuya subida, aunque sea retroactiva, se producirá de golpe con un nuevo efecto de “ilusión monetaria” que incitará al despilfarro. Los grandes almacenes están de acuerdo con el zar Nicolás I, cuando tras la derrota de Napoleón señaló que “Rusia tiene dos generales en los que puede confiar: Enero y Febrero”. Todos sabemos que la única poesía mágica en nuestras vidas la pone “El Corte Inglés”, que –además de felicitarnos indefectiblemente en los aniversarios- nos ofrece rebajas y abundantes “semanas fantásticas” a lo largo del año.

La “cuesta de enero” se produce por dos motivos concurrentes: 1º Las fuerzas que promueven el consumismo desbocado son mucho más poderosas que los esfuerzos por educar en el consumerismo. Nos adelantan la paga extra con el mensaje tácito de que se puede dilapidar, bajo el aluvión de anuncios para toda la familia. 2º Porque somos débiles seres sociales, demasiado influenciables por nuestros convecinos y, al alimón, caemos gozosos en el dispendio de los excesos navideños. Si no cometemos algún exceso, ¿qué tendríamos para presumir al final de las vacaciones?

Para nuestro consuelo, o desdicha, se nos ofrecen las rebajas de enero, teóricamente justificadas en la necesidad de dar salida a los artículos de fuera de temporada. Pero frecuentemente caeremos en otra trampa de consumo descontrolado, porque nos han habituado a gastar compulsivamente como fuente de placer, especialmente cuando nos fallan los verdaderos mecanismos de la felicidad, como amar y ser amados, como ayudar y ser ayudados, o compartir lo propio.

Por todo ello, el sentido de la “cuesta de enero” no es sólo de naturaleza económica, sino esencialmente de carácter psicológico. Tras la mala conciencia por el injustificado dispendio en gasto y en comilonas, lo que nos espera a la vuelta de enero es la rutina del trabajo cotidiano, sin esperanzas de vacaciones hasta la Semana Santa. Surge el síndrome post-navideño, esa depresión pesimista de la tarde del domingo amplificada quince veces. A la tercera semana de enero, cuando ya nos hemos reprogramado, el viento invernal ha arrumbado los utópicos objetivos que nos planteamos cuando tomábamos las uvas del 31 de diciembre, con el habitual propósito de ''año nuevo, vida nueva''.

¿Soluciones para escalar la cuesta de enero? Racionalizar todo el presupuestario personal y familiar, reservando una partida para el ahorro, Adicionalmente siempre cabe la anulación de gastos innecesarios, como el tabaco, el alcohol, el transporte privado o la automedicación, que además de insanos son sumamente caros en dinero, tiempo y vida. Con ello mejoraremos simultáneamente nuestra cartera y nuestra calidad de vida. También es sumamente importante preservar a los más pequeños de la casa para evitar su contagio de nuestra fiebre consumista.

Recordemos que John Kenneth Galbraith, el famoso economista, decía que "antiguamente, lo que distinguía al rico del pobre era cuánto dinero tenían en el bolsillo; mientras que ahora los distinguen las ideas que tienen en la cabeza". Quizá con su sabio consejo podamos ser un poco menos pobres, superar la cuesta de enero y esperar la primavera…

Trucos del éxito

El inicio del año es un buen momento para aplicar consejos que conducen al triunfo en la vida.

Nuestros padres nos comunicaron tres simples sugerencias que aseguran la felicidad en la tierra. Tras haberlas seguido mediocremente, las transmitimos también a nuestros hijos, con la esperanza de que ellos las apliquen con mayor rigor y provecho. De su efectividad no cabe la menor duda. He aquí el secreto del éxito:

1º Madruga todos los días de tu vida. Puedes trasnochar todo lo que quieras, o mantener rutinas horarias a tu antojo, pero no dejes nunca de levantarte cada mañana a la misma hora, cuanto antes mejor. Si es posible a las seis, mejor que a las siete. Las ocho es ya demasiado tarde para el proverbio, “A quien madruga, Dios le ayuda”.

2º El método más rápido de hacer muchas cosas, es ordenarlas y hacerlas de una en una. Puedes proponerte todos los objetivos que quieras, de golpe incluso; pero luego debes ordenarlos e irlos obteniendo en la secuencia lógica. Por ejemplo, la juventud piensa: “Quiero estudiar, trabajar, comprar casa y coche, casarme y tener hijos, conquistar el mundo,…”. Todo es posible, pero siguiendo un orden y concentrando el esfuerzo en cada paso.

3º Descubre que lo más excitante de la vida… es la vida misma. Nunca recurras a drogas de ningún tipo (ni tabaco o alcohol), para explorar la trascendencia y grandeza de la existencia. Es mucho más eficaz y satisfactorio aprender a descubrir, apreciar, querer y amar profundamente todo lo que te rodea: tu entorno, tu trabajo, tu gente. En todos ellos encontrarás todo lo que necesites, pagándoles con la misma moneda de cariño y afecto.

Tiempo de gerundios

Gerundiando, que es doblemente gerundio y una castiza expresión panvocálica, con las cinco vocales una sola vez.

Dos memorables anécdotas del gerundio triunfal: 1ª El poderío de compatibilidad del gerundio, que se observa en la célebre disputa jesuítica sobre el tabaco, que declaraba que no es lícito fumar mientras se reza, pero sí rezar mientras se fuma. Al final resultan concurrentes los gerundios rezando y fumando. 2ª La superioridad del gerundio sobre el participio, como cuando durante la Restauración el Jefe del Gobierno Francisco Silvela, ocupando el primer escaño del banco azul, cerró los ojos y un ujier le advirtió: “Su Señoría está dormido”. Don Francisco le respondió: “No estoy dormido, estoy durmiendo, que no es lo mismo estar bebido, que estar bebiendo”. El Premio Nobel Camilo José Cela también tuvo una réplica similar en el Senado, utilizando el escandaloso verbo ‘poder’ con la jota inicial.

Somos muchos quienes pensamos que el gerundio es la forma verbal por excelencia. Siempre acabando en -ando o -iendo. Expresando una acción de duración limitada en procesos de ejecución, sin determinación de persona ni de número, ni variación en la terminación para expresar el tiempo, si bien manteniendo formas compuestas expresando el pasado y el futuro: amando, habiendo amado, habiendo de amar. Todos los verbos teniendo gerundio y, gramaticalmente, todos pudiendo adoptar la forma durativa.

Una enseñanza más del gerundio que resulta parodiando a Lope de Vega: ‘¿Cómo compones? Leyendo,/ y lo que leo imitando,/ y lo que imito escribiendo,/ y lo que escribo borrando,/ de lo borrado escogiendo’. ‘¿Cómo vives? Aprendiendo,/ y lo que aprendo emulando,/ y lo que emulo mejorando,/ y lo que mejoro perfeccionando,/ de lo perfeccionado eligiendo’.

Es el momento del gerundio. Para los políticos: Dialogando, negociando, acercando, entendiendo, aceptando, renunciando, avanzando, pactando, progresando,… Para todos los seres humanos: Respirando, creciendo, aprendiendo, comprendiendo, trabajando, votando, gozando, sufriendo, enseñando, publicando, ayudando, cooperando, amando, cuidando, sembrando, compartiendo, legando,...

Un día perdido

Veloz el tiempo corre y queda sólo el pesar de haberlo mal perdido.

Un día perdido es un día irrecuperable. De todo lo que hemos perdido, lo que más añoramos es el tiempo perdido. Napoleón creía que “Podemos recuperar el terreno perdido. El tiempo perdido, no”. Otros matizan más: Dinero perdido, nada perdido; tiempo perdido, algo perdido; corazón perdido, todo perdido.

Un día perdido es un día sin pasear, sin jugar, sin pintar, sin estudiar, sin aprender, sin leer, sin escribir,… pero sobre todo es un día sin amar. El día más irremediablemente perdido es aquel en que no nos hemos reído, o ni siquiera sonreído. Peor aún es el día que no hemos logrado que otros sonrían, o rían, o lean, o aprendan,… con nosotros.

Esos son los días más perdidos. Aquéllos en que no hemos amado o ayudado a nadie. Cayo Suetonio atribuyó al Emperador Tito la siguiente frase: “¡Amigos, he aquí un día perdido para mí!”. Palabras pronunciadas cierta noche, cuando advirtió que no había realizado ninguna buena obra. Lo no hecho cada día, es lo irremisiblemente perdido. También lo diferido, es medio perdido.

Hemos perdido demasiado tiempo, pero no sabemos cuál exactamente. La sabiduría considera que no es tiempo perdido el dedicado al trabajo, aunque éste parezca modesto e intrascendente. Tampoco es tiempo perdido el empleado en escuchar con humildad. Menos perdido aún es el día en el que hayamos fallado; al contrario, es enriquecedor pues el fracaso siempre acaece preñado de enseñanza.

Los verdaderos paraísos son los que hemos perdido, y esos paraísos perdidos sólo están en nosotros mismos. Luego están a nuestro alcance los paraísos genuinos. Recuperemos el tiempo perdido. Que no sea hoy un día perdido. Todavía estamos a tiempo de sonreír y de lograr que otros sonrían.
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Hacen falta dos

Casi todo lo que tiene de grandioso esta vida requiere dos personas.

Una entrañable canción repite en su estrofa: 'Siempre hacen falta dos, para hacer algo importante, siempre hacen falta dos'. Desde niños aprendimos que para jugar, hacen falta dos. En la juventud, sentimos que para la amistad hacen falta dos almas. Y pronto descubrimos que para bailar y para besar, hacen falta dos corazones.

Para amar sólo hacen falta dos pasiones que se disputen por ser cada una de ellas quien más ame. Para casarse, hacen falta dos compromisos. Para el milagro de que nazca una nueva vida, se precisan dos destinos entrecruzados.

Para educar, para cuidar, para ayudar, para crear felicidad… hacen falta dos seres humanos. Para dialogar hacen falta dos inteligencias. Para comunicar, para negociar y hasta para pactar hacen falta dos voluntades. Thoreau dijo que para decir la verdad hacen falta dos personas: una que quiera contarla y otra que desee escucharla. Para que estas palabras tengan algún sentido, también hacen falta dos: quien lo escribió y tú si al leerlas decides compartirlas.

La espera del amor

El amor es un espectacular espejismo, un especial espejo de espectros en esperanzada espera.

Desde antes de conocernos ya nos estuvimos esperando. Esperábamos que un día apareciera la otra persona, y mientras yo te esperaba tú me aguardabas. Un día nos encontramos y comenzaron nuestras sincronizadas esperas.

¡Cuántas horas de espera hubimos de observar! ¡Cuántos suspiros simultáneos, cuántas inquietas miradas al reloj o al calendario a la espera de nuestro siguiente encuentro y con el recuerdo de la anterior cita!

Hubimos de esperar para ser novios. Para encontrar trabajo. Para casarnos. Para disponer de casa. Para concebir nuestra primera hija, nueve meses imaginando cómo sería. Esperamos nuestro segundo hijo, otros nueve meses de preparación. Esperamos que creciesen, que estudiasen, y seguimos esperando que algún día se casen y quizá a nuevas esperas de futuros nietos.

Con las esperas nuestras impaciencias se fueron transmutando. Nos enseñamos a esperar… Las esperas nos hicieron valorar el tiempo que pasamos juntos, las horas que estamos cerca el uno del otro. La espera es por sí misma una felicidad. En las esperas se centuplica toda la imagen de quien también nos aguarda.

El amor es… espera, es buscar un rato para compartir, es encontrar un tiempo para vivir en compañía. El amor es soñar y disfrutar, es acercarse y tomarse de la mano. Es sorprenderse cada vez de la misma persona que amamos y nos ama desde hace mucho tiempo. Amar es esperar para acompañarse nuevamente. El amor es aprender a estar cerca, muy cerca, y sobrellevar el estar lejos esperando con la misma certeza de una común y fiel espera.

¡Vuelven los de la ESO!

El verano es ese caluroso periodo en el que alumnos y profesores descansan unos de otros, mientras padres e hijos se sobrellevan mutuamente a jornada completa. Aquellos matrimonios con hijos en los que ambos cónyuges son docentes constituyen los parias de la sociedad: nunca disponen de vacaciones plenas. A medida que los hijos crecen en años, la amenaza del “descanso” estival en familia alcanza dimensiones pavorosas, llegando a todo su apogeo con la adolescencia de los retoños. Ésas son nuestras penosas circunstancias actuales.

Cuando los nenes eran pequeños, el veraneo era una rutina fatigosa pero llevadera, fichando las ocho horas reglamentarias en la playa, tras cargar todos los bártulos como porteadores sherpas y recorrer bajo un sol de justicia los sólo varios kilómetros que te separaban de la mayor aglomeración humana que imaginar se pueda. Esos arenales donde los niños aprenden lo grande y poblado que está el mundo, con toda la diversa humanidad que se puede hacinar en tan poco espacio. Al nene le comprabas un completo juego de obrero de la construcción con pala, cubo y rastrillo, a la nena otro con figuritas y gafas de sol, y tras excavar varias toneladas de arena y transportar hectolitros de agua salada, podías confiar en que necesitaran simultáneamente una siesta. Incluso te quedaban fuerzas al anochecer para repasar, por aquello de que “los críos vayan adelantados”, algunos de esos piadosos cuadernos de vacaciones, con el que las editoriales cubrían su estación negra. Según los niños ganaban en autonomía locomotora y digestiva, se llegaba a poder viajar sin baca king size y tras el regreso, en sólo once meses te recuperabas plenamente para afrontar el siguiente verano.

Pero llega el fatídico día en el que tus obedientes y enmadrados hijos son abducidos hacia un extraño estado denominado adolescencia, mientras sus padres deambulan hacia otra estación llamada desesperación. La pubertad comienza cuando se encierran en su cuarto con un portazo para escuchar música y salen transformados en miembros de una tribu en la que rigen unas vestimentas estrambóticas y unas normas grotescas. Estos especímenes púberes comparten características comunes de la juventud de todos los tiempos, aunque han desarrollado mutaciones propias.

Con pantalones hipercantinflados, pendientes de filibustero y pelambreras paleolíticas, en definitiva pura moda lumpen, se permiten llamarte antiguo por tu forma de vestir. Ocultan a sus padres ante sus amigos, como si éstos no tuvieran sus propios padres y hubiesen surgido como berzas o por generación espontánea. Esta generación PlayStation son la prole Nescafé, que reclaman el éxito instantáneo. Primero exigen el premio, y luego ya se lo merecerán. Se creen todos que son hijos únicos, incluso en familias numerosas: demandan toda la atención sólo para cada uno de ellos.

Esta estirpe la forman aquellos niños del llavín en el cuello, que cuando volvían del colegio abrían la puerta de casa, donde sus padres no habían llegado todavía. No saben qué fue la Guerra Fría, ni recuerdan cuando la Unión Soviética se desintegró, y solamente han conocido una Alemania, un único Papa,… Creen que el sida y ETA han existido toda la vida, como el CD, el Walkman, el ordenador y casi el teléfono móvil.

Tratados como principitos en casa y en Primaria, se transforman en déspotas domésticos y demonios escolares en Secundaria. Frecuentemente desmotivados para todo lo que sea el deber, se oponen sistemáticamente a recibir órdenes e incluso ­en casos minoritarios­ adoptan actitudes violentas.

Los padres nos plegamos a su dictadura consumista, en la que les embarcamos por ser demasiado complacientes y por ofrecerles todo lo que creímos no haber tenido. Y luego con fatalismo nos asombramos por la adopción fervorosa que hacen de marcas y modas. Perplejos, atribulados y desorientados, los padres, a veces, quisiéramos presentar la dimisión. Hemos pecado de exceso de permisividad y empleado exclusivamente estímulos positivos (demasiados premios). A la hora de exigir hemos sido cada vez menos exigentes: Sólo, y a veces ni eso, se les requiere el aprobado en los estudios.

Los profesores luchamos a brazo partido. El resultado es esperable si consideramos que la ESO reúne turbas de adolescentes asilvestrados e insoportables, a menudo incluso para ellos mismos por la insatisfacción con la que viven su transformación, por otro lado completamente necesaria para alcanzar su madurez. Los tutores, como los padres, debemos brindarles un apoyo incondicional y, desde la afectividad no exenta de autoridad, evitar que cometan errores irreversibles como elegir caminos de droga o violencia, o frustrar sus mejores opciones de futuro personal y profesional.

La sociedad, en su conjunto, y las instituciones, los medios de comunicación, los hábitos sociales no ayudan demasiado. Una ciudadanía “adolescéntrica”, que elige a prescriptores adolescentes como modelos de pensamiento y actuación, que idolatra a cantantes o deportistas de éxito temprano con mínimo esfuerzo, y que parece proclamar no ya que el modelo ideal es la juventud, sino que erige a la irresponsabilidad como pauta de actuación. Prima la cultura “teenager”, el País de Nunca Jamás donde todos seamos “Peter Pan” para divertirnos y ser felices.

Los adolescentes se enrocan y eligen convertirse en adultos cada vez más lentamente. La adolescencia se extiende, adelantándose y prorrogándose, incluso se transmuta: ya no es una estación de paso, sino un destino terminal. Parecemos una sociedad de “adultescentes”, y la mejor prueba son esos parques acuáticos o temáticos, donde los padres barrigones se convierten en “gamberros” con una felicidad vergonzosa para los pocos lúcidos.

¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Reconozcámoslo: Si los jóvenes y adolescentes han tomado el poder, es porque los adultos se lo hemos cedido, más que porque ellos lo desearan poseer. Del pater familias, se pasó a una equilibrada división de la autoridad entre padre y madre, que consultaba y escuchaba la opinión de los hijos. El autoritarismo de las aulas y los “educastradores” fueron completamente repudiados, por la insufrible experiencia vivida en el pasado. Pero el péndulo no quedó ahí.

Fuimos olvidando la “educación” y pasamos a la “seducción”. Teníamos que convencerles, cuando todavía apenas podían discernir, y creímos que nuestro error era no motivarles, cuando se trataba de enseñarles a asumir sus responsabilidades. Incluso los padres y madres tratamos de ganarnos el cariño de los hijos, aspirando a convertirnos en sus amigos o colegas más que el embrollo de ser sus padres. De la equilibrada igualdad entre padre y madre, y entre hijo e hija, pasamos al erróneo igualitarismo de padres e hijos. Perdimos la autoridad que nos correspondía, y no llegamos a ser la referencia que ellos necesitaban, aunque no la pidieran expresamente. Toleramos sus caprichos, y por negociar y evitar el conflicto, cedimos a sus demandas primarias que condujeron a la “cultura de la litrona”, llegando a un momento donde el peligro de drogas y el riesgo de suicidios es mayor que nunca.

El sistema social y el subsistema educativo se organizan democráticamente por estamentos. Pero ni la relación paterno-filial, ni docente-discente deben ser “democráticas”, porque las funciones de padres y profesores no son equiparables a las de hijos y alumnos. La ausencia de autoridad paternal y docente no libera al adolescente, por el contrario le sume en una tiranía más despiadada. Ellos consideran, mayoritariamente, que sus padres y profesores son poco severos, y ­en el fondo­ aprecian y respetan más a los más exigentes. A menudo ­con su comportamiento inaceptable­ sólo están demandando el cariño y la atención que los adultos dejamos de prestarles. Los jóvenes, realmente, esperan que nosotros, los adultos, les guiemos, y en caso extremo repudian más la indiferencia y el “laissez faire” que el rigor.

El diálogo se complementa con la disciplina, la libertad con la autoridad, y las madres y los padres, que estamos cada día más comprometidos con la educación de nuestros hijos e hijas, debemos prescribir y sancionar, positiva y negativamente. Nuestros hijos nos escuchan más de lo que creemos, y nos quieren tanto como nosotros a ellos.

¡Ah, pero el verano siempre es adolescente! Y es legítimo añorar la juventud, y recordar la sentencia de Horacio, válida para cualquier edad, Carpe Diem! (¡Vive intensamente cada instante!). Y como decían en el “Club de los Poetas Muertos”: “Examínate de la asignatura fundamental: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado tu capacidad de amar y dar vida”.

Versión original: mikel.agirregabiria.net/2002/elpais8.htm

Versión en PDF: mikel.agirregabiria.net/2002/vuelveeso.pdf

Urgente: gente inocente

Aprendamos a descubrir y a reconocer a esas personas tiernas, intensas y emotivas, gigantes en inocencia, una cualidad en retroceso y en peligro de extinción.

La inocencia es algo más que sencillez, bastante más que ingenuidad y mucho más que puerilidad. La inocencia jamás es afectación, tampoco sensiblería, nunca debilidad. La inocencia no exige inteligencia, no requiere formación, no precisa recursos, no se expresa con palabras, no necesita explicaciones, porque nace de lo profundo de cada alma, donde anida desde que nacemos. La inocencia es más que una virtud, más que una condición, más que una vocación, más que una ilusión.

La inocencia es una trayectoria, un destino, una deontología, una potencialidad, una pasión, una ideología, una convicción, una conducta, una bendición. La inocencia es candor, naturalidad, espontaneidad y pureza, el primigenio estado óptimo del ser humano. La inocencia subyace innata en el fondo del corazón, y sobrevive si no se pervierte al velarse con la amarga realidad.

La inocencia es el juego de la existencia y un sinónimo de la gran libertad. La inocencia es la materia original de la que fuimos hechos. La inocencia es consubstancial a la más hermosa y suprema dignidad. La inocencia es la vida, es la verdad; la inocencia es la “verdad de la vida”. La inocencia es inherente a la naturaleza humana. La inocencia es el sustrato del que estamos hechos, nuestra original y primera piel. La inocencia es la superioridad del más débil. La inocencia es la primera forma de amor. La inocencia es belleza. La inocencia es, ante todo, felicidad.

La inocencia no es inconsciencia, ni ignorancia, sino ver, saber y comprender mucho mejor la vida. La inocencia es la huella más pura del conocimiento. La inocencia es la visión limpia y auténtica del mundo y de sus habitantes. La inocencia es amar a quienes tenemos cerca porque son necesarios, únicos y sagrados. La inocencia es un estado del alma limpia de culpa. A la inocencia la dicen locura, quienes perdieron su cordura, porque la inocencia es madre de la curiosidad, de la creatividad, de la solidaridad, de la alegría.

Es común la nostalgia de la inocencia, pero es mejor saber que la inocencia es recuperable. La infancia es la época de la inocencia, pero quieren acortarnos la niñez, y con ello la inocencia. La inocencia es la marca de los grandes, el atributo de los niños y de esas antorchas humanas que algunos toscamente designan como “Síndrome de Down”. Ellos fueron bautizados, mucho antes, por alguien muy superior, como los más nobles, perfectos e insuperables inocentes. Sólo ellos conocen las claves. Si comprendiéramos sus códigos de inocencia, hallaríamos el camino de vuelta al paraíso de la inocencia, del juego y del recreo.

La inocencia es un territorio a ocupar, a invadir de modo permanente. La inocencia es la utopía acurrucada entre nuestros brazos. La inocencia es un ideal factible, que podemos creer, crear y propagar. La inocencia es instinto transformador, poderoso, necesario, aplicable, oportuno. La inocencia ilumina, actúa sin calcular, sin esperar, sin desesperar, sin dejar de perdonar. La inocencia es empezar de nuevo. La inocencia es una irrenunciable actitud de esperanza, de reafirmación ante el mundo, de rebeldía ante la injusticia. Ojalá que en el futuro a nadie, jamás, le sea usurpada nuestra primera naturaleza: la inocencia.

La inocencia es un tesoro a preservar, porque se agotan sus reservas mundiales. La historia ha degollado a demasiados inocentes. Hay que hacer algo: Comprendamos que todos somos presuntos inocentes. Ha llegado la hora de declararnos culpables de inocencia. Recordemos que la fuerza más poderosa de todas es un corazón inocente. Ya nadie sufrirá el trágico fin de la inocencia, que es eludible. Sólo los dotados de un corazón inocente merecen habitar la tierra. Para la supervivencia es necesario que el universo se cubra, por fin, de inocentes.

¿Conoces a Joe Black?

Un carismático personaje con quien algún día nos tropezaremos y cuyo seguro encuentro convendría que iluminase nuestra existencia.

Esta película de 1998, dirigida por Martin Brest, relata la jubilación de Bill Parrish (Anthony Hopkins), un magnate de las comunicaciones. Fuera del planificado programa, por esas fechas recibe la visita de un inefable personaje, Joe Black (Brad Pitt), quien viene a llevarle de este mundo. La trama retrasa la hora suprema del empresario, al surgir el amor entre este curioso invitado y Susan (Claire Forlani), una hija del anfitrión. El relato deriva hacia las vivencias de Joe Black, al tomarse unas vacaciones terrenales para experimentar las percepciones, sensaciones, alegrías y penurias que vivimos los seres humanos.

Lo más memorable de la historia es el peculiar pacto suscrito con Joe Black (una vaga representación de la muerte) por Parrish, y cómo afronta serenamente sus últimas jornadas. El guión, quizá insuficientemente apurado, obvia un planteamiento definido sobre la trascendente dimensión humana, o si cabe esperar algo en el más allá. Con ello evita entrar en opciones de fe, y se concentra en la peculiar circunstancia de una persona que tiene la plena y secreta certeza de morir en breve.

Este preludio del fin de nuestros días es algo que todos estamos viviendo, con más o menos lucidez según la edad y el entendimiento, casi siempre con incertidumbre sobre la cercanía o lejanía del momento final. El multimillonario Parrish, con su inmenso poder e incalculable fortuna no es una figura a la podamos equipararnos con facilidad, pero su postrera clarividencia marca una pauta vital que podríamos asumir.

Seguramente cambiaríamos mucho si, a partir de esta fábula, pudiéramos imaginar que un Joe Black está observando toda nuestra dedicación, otorgándonos unos días adicionales de vida, hasta que nos ponga la mano en el hombro y diga: "Es la hora". Cuánta vanidad efímera, jactancia fatua, oportunismo ridículo, avaricia fútil, ambición necia, odio estéril, violencia infame,… desaparecerían de súbito y para siempre de la faz de la tierra.

La muerte sólo será triste para los que nunca hayan pensado en ella. Nosotros todavía estamos a tiempo de ser recordados por lo esforzados, generosos y nobles que podemos ser, y por todo lo que aún podemos construir, solucionar, animar, ayudar, amar, legar,... Sólo así la muerte, cuando llegue, será una victoria sublime al alcance de cualquiera.

Versión final en: http://mikel.agirregabiria.net/2006/joe.htm

Necesitar, desear, intentar, obtener y merecer

Quizá no deseemos, ni hayamos obtenido, una gran verdad que necesitamos y merecemos: Lo que obtenemos, pocas veces es lo que necesitamos y casi nunca lo que deseamos, pero probablemente es lo que merecemos.

La secuencia lógica, pocas veces entendida, de consecución de objetivos es la siguiente: necesitar, desear, intentar - pedir o exigir (en su caso), obtener y merecer. Pero frecuentemente violamos esta cadena. No deseamos lo que necesitamos, no intentamos lo que deseamos, no obtenemos lo que intentamos, y claro finalmente no merecemos lo que obtenemos.

Tampoco recorremos la escalera correctamente en sentido contrario: Deseamos lo que no necesitamos; obtenemos lo que no deseamos y merecemos lo que no obtenemos. Conviene no saltarse ningún escalón, sobre todo el primero, porque la felicidad de la vida reside en comprender esta sucesión de cruciales verbos.

Antes de empezar a esforzarnos es clave determinar verdaderamente qué necesitamos, porque éste es el punto crítico donde arranca la mayoría de nuestros problemas. La mayoría de los fracasos comienzan en una mala detección de necesidades que confundimos con deseos. Por ejemplo, deseamos un amorío cuando lo que necesitamos es amor; o ansiamos el éxito cuando lo que precisamos es merecer el triunfo.

Necesitar es un gran verbo. Aprendamos a necesitar y a declarar nuestra necesidad. Así como necesitamos a personas que nos ayudaron a nacer, necesitamos que nos ayuden a vivir. Necesitar es vivir, es la primera y la última de las vivencias. Todos necesitamos mucho, es natural y generalizado necesitar de los demás. ¡Ah, y cómo amamos a las personas que necesitamos y a quienes nos necesitan! Quizá lo que más necesitamos en esta vida es que haya quien nos obligue a hacer todo lo que podemos hacer.

Desear o querer. Tal vez fuese mejor “querer" que "desear", porque en el deseo se expresa la impotencia, y en el querer, la fuerza. Por eso, amar no es desear sino querer. En todo caso, antes de desear algo ardientemente conviene comprobar la felicidad que le alcanza a quien ya lo posee. Hay deseos que es mejor echar de menos y que nunca se cumplan. El deseo debe ser medido por la necesidad, y quien obtiene lo que le es suficiente no debe desear más.

Intentar es trabajar. No basta desear aquello por lo que jamás nos esforzaremos en alcanzar. A la laboriosidad no le hace falta desear, porque está dispuesta a pagar el precio debido por la meta ansiada. Quizá no se pueda conseguir todo, mas se puede intentar todo. Para que pueda surgir lo posible, es preciso intentar una y otra vez lo imposible. Intentar algo denodadamente ya es merecerlo, aunque jamás se logre. Que jamás no venza el miedo a… intentarlo.

Obtener o conseguir. Una premisa necesaria para conseguir mucho es creer que el trabajo constante, firme e infatigable puede obtenerlo casi todo y asegura no merecer nunca el fracaso. Un buen consejo de William Shakespeare sugiere que “es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada”. Trabajo y buenas formas son guías para conseguir lo que es justo y necesario.

Merecer: el gran verbo más difícil. Una cosa es alcanzar, y otra cosa merecer. Albert Camus decía “El éxito es fácil de obtener; lo difícil es merecerlo”. Notoriamente el éxito no es fácil, pero el éxito merecido es aún menos frecuente. Lo que es más fácil, con las reglas anteriores, es no merecer el fracaso, aunque no se alcance todo el éxito. La mayor desgracia, quizá la única desgracia, es merecer la desgracia. Una divisa para la gloria: Lo que merece ser hecho, merece que se haga bien.

Conclusión: Quien no ama la vida, no se la merece. En la fortuna y en la desgracia, en la gloria o en la amargura, mantengamos la esperanza pensando que luchando el fracaso será inmerecido en todo caso. Si faltaren las fuerzas, la sola audacia merecerá alabanza; en las grandes empresas, el intentarlas basta. La vida nos ha sido dada, pero sólo se merece dándola por algo más grande que nosotros.

La vida no se nos ha dado para ser felices, sino para merecer serlo. No está en manos de nosotros los mortales mandar en el éxito; pero podemos hacer mucho más que lograrlo: merecerlo.

Versión final en: http://mikel.agirregabiria.net/2006/merecer.htm
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