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El lector preferido

De las relaciones artificiosas establecidas entre personas, la más caprichosa y variable de todas es la formada entre escritor y lector.

Es obvio que no existirían escritores, si no hubiese lectores (aunque este artículo pudiera ser una refutación). En realidad, todo texto tiene por colaborador a su lector. Sólo el buen lector convierte un escrito en algo valioso. La obra surge cuando se cierra el nexo entre dos misterios humanos, el del autor y el del lector. El verdadero escritor no lo pone todo en su prosa; su obra más capital se destina y se completa en el alma de sus lectores.

Algunos estilistas, como Papini, opinan que son dos funciones incompatibles, señalando que “si los escritores no leyeran y los lectores no escribieran, los asuntos de la literatura irían extraordinariamente mejor”. Otros, como Montesquieu, recomiendan lecturas diferentes: “Los libros antiguos, para los autores; los nuevos, para los lectores”. En todo caso, siempre es aconsejable haber sido lector impenitente antes que escritor incipiente.

Lo que pide quien escribe a quien le lee no es tanto su beneplácito, sino su atención. Lograr captar el interés de muchos lectores puede ser signo de calidad redactora, aunque los escritores de moda multipliquen las tiradas de los grandes clásicos. Tampoco sería aceptable lo contrario, que la excelencia literaria sea inversamente proporcional al número de lectores.

Goethe creía que la ambición en lectores era requisito imprescindible del autor: “El que no espere tener un millón de lectores que no escriba ni una línea”. Muchos lectores leen no para conocer otra opinión, sino para sentir la repetición de la suya propia. En la actualidad, los lectores buscan un autor que refleje sus ideas y emociones. En ocasiones, se convierten en verdaderos héroes a la espera de un autor de su sintonía. Ésos son los lectores que todo escritor anhela descubrir. Ahí, en el lejano y trémulo corazón de una persona lectora, duerme el premio tímido y virginal que busca quien escribe.

El genio Monterroso, maestro guatemalteco de la sencillez compleja, consideraba como lector ideal a Sherlock Colmes: “En realidad, cualquier lector es ideal porque no abundan. Aunque hay muchos grados de lectores ideales. Pero, claro, el lector ideal es quien está más capacitado para entender las referencias y alusiones de todo escrito y que, lo que no sabe, le atrae. Como un detective”.

Todo autor, uniendo lo útil con lo amable, enseñando y deleitando al mismo tiempo, solicita lectores, muchos o pocos, pero incesantes y apasionados, sus semejantes y sus hermanos, que le relean periódicamente. Sabe que existe un solo antídoto para prevenir en el lector el empacho del cargante "yo": la tersa y desnuda verdad. El escritor pide lo mismo que ofrece: fidelidad y sinceridad.

Refuerzo del esfuerzo

Existe un consejo garantizado de una buena educación familiar, que además es muy fácil de utilizar por los progenitores en el seno hogareño. A los hijos se les debe facilitar todo aquello que mejore su potencialidad y sus capacidades, pero luego dejar que consigan sus objetivos por sí mismos, sin adelantárselos sin su esfuerzo personal. Expliquémoslo con casos concretos: No les compremos un coche, sino que ayudémosles a que obtengan el permiso de conducción, o no les paguemos unas vacaciones en el extranjero sino que asuman los costes de que ellos aprendan idiomas y vayan a trabajar a otros países. O sólo les ayudemos a adquirir un vehículo si lo necesitan para proseguir sus estudios o para iniciarse en un empleo.

Todas las personas valoramos las metas conseguidas en función de nuestra participación directa en su logro y del precio pagado en persona. Un bocadillo ganado duramente tras colaborar en la recolección de fruta, sabe mejor que un banquete pagado por los padres. Demos a nuestros hijos todo aquello que les haga más capaces, más preparados, más competentes, pero recordemos que si les ofrecemos sus objetivos finales sólo les convertiremos en inútiles insatisfechos que no conocerán el valor del trabajo y la alegría del esfuerzo.

Hemos de ayudar a nuestros hijos al máximo antes de la carrera de la vida, pero luego deben correr solos, y aprender que sólo se gana con el esfuerzo propio. Cuando descubren el infinito potencial de voluntad y de creatividad que atesoran, se transforman. La existencia es deseo, es coraje, es dolor, pero cualquier energía que se invierta para sacar lo mejor de uno mismo viene acompañada de alegría. Goethe dijo que una persona se conoce a sí misma no por la reflexión, sino mediante el esfuerzo. Tratemos de cumplir nuestro deber y pronto conoceremos quiénes somos. Nada grande se ha conseguido sin entusiasmo, que siempre es un éxito, porque nunca hay esfuerzos inútiles. Hasta Sísifo desarrollaba sus músculos. Enseñemos a nuestros hijos que se ama más lo que con más esfuerzo se ha conseguido.

La metáfora de Blancanieves

Para que los padres entendamos la evolución de nuestros hijos en su paso por la infancia y por la adolescencia, es una buena parábola el cuento escrito por los hermanos Grimm.

La fábula es tan prolífica que, de modo informal, ha sido múltiple alegoría con intencionalidad variada. Algunos se han referido más a la madrastra que Blancanieves, para asemejarla a políticos que incesantemente consultan las encuestas (como si fuese el espejo mágico), y que se disgustan cuando ya no son los más valorados. Otros, también con propósito sarcástico han aplicado el “síndrome de Blancanieves”, para denostar a quienes “sólo se rodean de enanitos” o a quienes “esperan, tras quedarse dormidos, que otros les solucionen sus problemas de manera prodigiosa” como en los cuentos.

La historia relata que la princesa sufrió dos ataques de su malvada madrastra. El primero cuando la vanidosa reina, al escuchar de su espejo mágico que la más bella era Blancanieves, ordenó a un cazador llevar a Blancanieves al bosque, matarla y presentar su corazón como prueba. La segunda amenaza vino cuando la madrastra, disfrazada de anciana, ofreció a Blancanieves una manzana envenenada que la sumió en un sueño sin fin.

La salvación de Blancanieves provino de dos insospechadas ayudas. En la primera ocasión, cuando el leñador se apiadó y la abandonó, fueron los siete enanitos sus salvadores. En el segundo trance no bastaron los cuidados de los enanitos, y el hechizo de la manzana sólo se rompió cuando apareció un príncipe y besó a Blancanieves. Los riesgos y protecciones que halló Blancanieves son una metáfora de las primeras etapas de la existencia.

La infancia. Implica la socialización gradual fuera del amparo familiar, afortunadamente no por rechazo (como con la madrastra) sino porque el ámbito del nido se queda escaso como entorno para quienes crecen, se relacionan y escolarizan,…. con otros enanitos, de quienes aprenden mucho como amigos o condiscípulos. Entre los enanitos, y las enanitas, hay de todo: muchos alegres, sabios y dormilones; menos tímidos, mocosos y gruñones; y casi ningún mudito. Pero con todo, la infancia vivida entre el hogar y la escuela es una etapa feliz, como cuando Blancanieves moraba en la casita de los enanitos. Pero una amenaza se cierne sobre el horizonte, es…

La adolescencia. Significa una brusca crisis de identidad, de bruscas transformaciones fisiológicas, emocionales y sociales. Los infantes, tan contentos con su rutina cotidiana, parecen entrar en trance súbitamente alterados como por una manzana envenenada. Superar la pubertad requiere algo más que un beso principesco, pero al final -cuando los padres parecen desesperar- llega un día glorioso en el que los adolescentes despiertan de su mutante letargo.

Goethe lo describió acertadamente: “Sólo una pasión verdadera transforma, de pronto, al adolescente en adulto”. Afortunados quienes llegan al último estadio de los seres humanos, descubriendo que si el amor es el poder iniciador de la vida, sólo el apasionamiento posibilita su permanencia.

Versión final en: http://mikel.agirregabiria.net/2006/blancanieves.htm

Mi animal preferido

Hay quienes buscan mascotas, pero quienes amamos la libertad sólo admiramos a los celestiales pájaros.

Todos, cuando éramos niños, observábamos el vuelo del colibrí con envidia. Pensábamos que si el ruiseñor sabe volar, ¿por qué nosotros no? Además, los pájaros siempre parecen contentos y cantan, pero no cantan porque sean felices, sino que son felices porque cantan. Las gaviotas se contentan con ser pájaros, no quieren ser nubes. Intuyen que de oro sólo son las celdas, y que si engarzan en plata sus alas, nunca más volarán hacia las alturas.

Los pájaros son dichosos, mientras trabajan. Dios provee a cada ave con alimento, pero no se lo lleva hasta el nido. Lo que más diferencia a los hombres de los pájaros es que éstos dejan intacto el paisaje cuando construyen su hogar. Tampoco se engañan, más de dos días, con los espantapájaros; al tercer día, se posan y deponen sobre los monigotes. Las volátiles puede que ignoren las leyes físicas por las que vuelan, pero se saben más que artefactos funcionando bajo leyes mecánicas. Comprenden que las esperanzas sostienen las almas, como si fuesen alas.

Imitemos a los navegantes que estudiaron a las especies de aves. Así sabían que los cuervos marinos son signo de que la tierra firme está cerca, o que el infalible petrel blanco indica la presencia de témpanos. Para observar a los pájaros, es preciso silencio, quedarse quieto y esperar. Entre las aves, existe gran diversidad, desde águilas a pingüinos, desde avestruces a los pájaros mosca. Están las viajeras, que según su plumaje se unen en bandadas, pero también las sedentarias, que prefieren una estancia más limitada. También están las noctámbulas, como la lechuza, o las madrugadoras, como la alondra.

Los pajarillos comunes tienen lástima del pavo real, cargado así con su elegante cola. Parecen decir “llámame gorrión y échame trigo”. Confían en que nadie usará un cañón para matar un gorrión. Los pájaros corrientes intuyen que los más apuestos acaban enrejados. Así, por bellas que sean las jaulas sólo contienen cacatúas y presas grotescas. Mi predilecta es un ave suave, en clave de astronave más que de aeronave, que está siempre presente, no como una golondrina que anuncia, pero no hace el verano. Descarto al búho del crepúsculo, que volando en el ocaso se mezcla con el murciélago.

Ronda la ladrona alondra. Proclamo ganadora a la alondra que alza el vuelo hasta lo más alto. Su trino es dulce cuando llora, porque la alondra no sobrevive en cautiverio. Es el mejor símbolo del canto poético, que escapa azorada cuando repara en la masa humana. Me sumo a la vocación de Goethe, quien mantuvo un destino radical de alondra, y lo cumplió contraviniéndolo al recluirse en Weimar hasta su muerte. Como al pez las aguas del océano, y al pájaro la inmensidad del aire, así cualquier lugar de la Tierra le sirve de posada al ser humano. El mundo tiene mucho sitio donde posarse, si bien para personas y alondras el nido es algo único.

Abajo: La película, "Matar a un ruiseñor" de 1962.

Soledad y compañía

©Mikel AgirregabiriaElogio de la soledad y de la sociedad, dos precisos requisitos para formar el talento y el talante.

Siento, en el abarrotado Metro, que nos apretamos cientos de soledades. Soledad y compañía. Noche y día. Sol y luna. Todo y nada al mismo tiempo. La vida es una compleja red donde se entrecruzan soledad y compañía. Nacemos y morimos solos. Pero sólo crecemos y decaemos de la mano de los otros; ellos nos dan perspectiva y sentido a nuestra biografía... Nadie existe que esté en completa soledad; todo lo que existe, necesita de otros para ser.

Soledades y compañías. Palabras que hablan por sí mismas; con derroche de fantasía. ¿Quién no las familiariza? Las vivimos distintas en cada etapa de la vida, muchas veces como espinas y otras tantas como alegrías. Emociones confusas y obsesivas, queridas y repelidas, finalmente admitidas por una providencia supuestamente establecida,… Pasiones fecundas y necesarias, porque según Goethe: “El talento en soledad se cultiva, mientras que el carácter sólo se forma en la sociedad intempestiva”.

Soledad: No nos enseña a estar solos, sino a ser únicos. La soledad es el precio de la libertad. La soledad es ese otro yo,… Refugio y aislamiento, sosiego y desasosiego, la soledad traza las fronteras en el plano de nuestra afectividad hermética y compartida. Sólo los egoístas odian la soledad. La soledad es el patrimonio de las almas extraordinarias. Sólo en soledad se siente la sed de verdad. Rilke señaló: “El águila vuela sola; el cuervo, en bandadas. El necio tiene necesidad de compañía, y el sabio, de soledad”.

Pero, ¡cuidado con la soledad! Antonio Machado alertaba: “En mi soledad / he visto cosas muy claras,/ que no son verdad”. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde si permanece en la infecunda soledad. Además, para huir de la melancolía no hay como la compañía, porque tristes podemos estar solos; pero para estar alegres, necesitamos compañía.

Compañía: Todo puede adquirirse en la soledad, excepto el carácter. Hacer compañía consiste en añadir algo a las vidas de los demás, y con ella descubrimos que nuestras vidas adquieren la transcendencia requerida. La persona cabal es aquella que, en medio de la multitud, mantiene con perfecto rigor y cortesía la independencia de su identidad, en soledad construida.

Sin embargo, ¡atención con la compañía! Suele decirse que quien necesita compañía, elegirá a veces malas compañías. También pronto descubrimos que no hay peor soledad que la de algunas compañías. El punto medio entre introversión y extraversión es el preferible, justamente el que nos permite encontrar el amor.

Amor: Ése rumor de soledad y compañía mutua. El amor consiste en dos soledades que se protegen, que se limitan y que se hacen mutuamente felices. Stendhal sugirió: “La soledad es necesaria para gozar de nuestro propio corazón y para amar; pero para triunfar en la vida es preciso dar algo de nuestra vida al mayor número posible de gentes”.

La realidad humana está tejida a un tiempo de soledad y compañía. Circunstancias que vivimos día a día, que buscamos en ocasiones y de las que huimos otras veces. El dolor reclama soledad; la alegría, compañía. Nunca como en las situaciones de duelo (que abundan en la vida), ha de ser exquisita la justa ponderación entre soledad y compañía, para acompañar en el dolor pero respetándolo.

Necesitamos tanto la compañía como la soledad. Nos son precisas como el verano y el invierno, el día y la noche, el ejercicio y el descanso. De la soledad nace el coraje y de la unión nace la fuerza. Por ello, la vida es esa gozosa sensación promiscua de equilibrio entre soledad y sociedad, esa maravilla de cordura y ternura unidas.

Versión final en: http://www.geocities.com/agirregabiria2005/soledad.htm

Especie enamoradiza

El género humano, que es un poco poeta, tiende a enamorarse todos los días del año. Polvo somos, mas polvo enamorado.

Nos hallamos en una sociedad y en un tiempo que dan facilidades crecientes para hacer el amor, pero no para vivir enamorarnos. Pudiera parecer que sólo en la época de Goethe cupo aquello de “¡Espectáculo digno de los dioses, la vista de dos enamorados!”, o que apenas Schiller pudo apreciar que “En la más angosta cabaña hay espacio para una pareja feliz y enamorada”.

Ahora el enamoramiento es asunto de “El Corte Inglés”, pero no perdamos la esperanza. Hay algo genético en el alma humana que busca el amor en toda edad y lugar. Santiago Ramón y Cajal se pronunció sobre la festividad de San Valentín, señalando que “Aún en el día del amor, representamos meras delegaciones de la especie, que es, en fin de cuentas, la gran enamorada”. El científico navarro también recomendaba que “El arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco”, pero jamás renunciemos a la capacidad de enamorarnos.

Dicen que nadie sabe qué es una mujer, si no ha visto una mujer enamorada. Eso reza para cualquier persona, hombre o mujer. Oigamos la sabiduría de los proverbios populares: Nunca desesperes, mientras puedas enamorarte, porque sólo pueden ser dichosas las almas enamoradas. Recordemos que al enamorarnos renacemos otra vez.