¿Puede aún la educación salvarnos del fascismo?

Vivimos un momento histórico inquietante. Por todo el mundo surgen movimientos ultranacionalistas y autoritarios que, sin remedar del todo los uniformes del siglo XX, retoman su retórica: odio al diferente, desprecio por el pluralismo, culto al líder autoritario. A este resurgir del fascismo —llamémoslo “neofascismo” — se le suma hoy un aliado inesperado y poderoso, la tecnología.

Las redes sociales se han convertido en cámaras de eco que refuerzan prejuicios y polarizan a la sociedad. Algoritmos opacos privilegian el contenido más emocional y divisivo. Herramientas de microtargeting permiten manipular a votantes con una precisión nunca vista, como reveló el escándalo de Cambridge Analytica. Y la desinformación, desde memes hasta deepfakes, erosiona la confianza en la idea misma de verdad.

Frente a este panorama, la pregunta es tan urgente como incómoda: ¿Está la educación a tiempo de evitar que nuestra democracia se hunda en un futuro autoritario? Creo que la respuesta es sí, pero con condiciones.

Porque la educación sigue siendo, pese a todo, la mejor herramienta para combatir el dogmatismo y la manipulación. Puede (y debe) cultivar el pensamiento crítico, la alfabetización mediática, la empatía y el compromiso cívico. Pero la escuela actual a menudo se muestra rezagada: curricula rígidos, falta de formación docente en competencias digitales, poca discusión sobre ética tecnológica o historia del fascismo.

El filósofo Jason Stanley advierte en How Fascism Works (2018) que las democracias no se destruyen de la noche a la mañana, sino mediante la normalización del odio y el desprecio por la verdad. La educación puede detener este proceso, pero solo si se transforma para estar a la altura del reto.

Hoy necesitamos enseñar a detectar falacias y narrativas manipuladoras con el mismo empeño con que enseñamos álgebra o gramática. Debemos formar a los estudiantes para que cuestionen el poder y se enfrenten a la desinformación con criterio y evidencia. Necesitamos docentes preparados para discutir de forma abierta y honesta temas difíciles, desde la historia de los totalitarismos hasta la ética de los algoritmos.

Pero no basta con reformar los contenidos: hace falta también un cambio en la forma de enseñar. Promover el debate, el trabajo colaborativo, el respeto por la diversidad de opiniones. Crear espacios donde el error sea parte del aprendizaje y no un estigma. En definitiva, construir ciudadanía democrática desde la escuela.

No es una tarea sencilla ni rápida. Pero hay ejemplos esperanzadores: Finlandia ha incorporado la alfabetización mediática contra la desinformación en todas sus etapas educativas. Organismos como la UNESCO o el Consejo de Europa han propuesto marcos de competencias cívicas para reforzar la resiliencia democrática.

Claro está, no podemos cargar todo el peso de la solución en la escuela. El periodismo también necesita mucha innovación para cumplir su función. Hace falta también una regulación democrática de las plataformas tecnológicas, que hoy operan con una lógica puramente comercial, premiando el contenido polarizante porque genera más clics. Hace falta una alianza entre estados, educadores y sociedad civil para construir un ecosistema informativo más sano.

Porque la amenaza de un nuevo fascismo no se presenta con botas militares, sino con memes virales, discursos seductores y una retórica de odio cuidadosamente optimizada para captar nuestra atención. La educación está, todavía, a tiempo de evitarlo. Pero el reloj avanza. Y el tiempo, ahora, cuenta.

Ojalá, al menos, nos asegurásemos que nuestros jóvenes al leído 1984 de Orwell,...

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