Equitativa felicidad

Vivimos una pandemia contemporánea de desencanto que llena las salas de espera de los psiquiatras con personas insatisfechas, deprimidas o angustiadas. Parecemos condenados, porque confundimos la felicidad con el espejismo del placer o la posesión de bienes externos. En pos de esa meta final, muchos recurren a “atajos” como las drogas o la acumulación de dinero. Pero la felicidad es un camino que sólo descansa sobre la verdad.

Existen muchas teorías sobre qué es la felicidad, y quizá aún más sobre cómo conseguirla, porque no es la felicidad sino la desgracia quien obliga a filosofar. Elaborar nuevas hipótesis resulta fácil y cada persona cuenta con su versión particular de lo que significa ser feliz. Por mi parte, hace años que mantengo una firme creencia, simple, consoladora y tranquilizadora: Todos somos igual de dichosos, o expresado de otra forma, la felicidad es el bien mejor repartido del mundo, porque está equitativamente distribuido.

Esta suposición inicialmente resulta difícil de creer, porque la felicidad parece un privilegio reservado a determinadas personas que parecen tenerlo todo: dinero, éxito, salud, familia, amor, fama,… mientras existen pobres de solemnidad, enfermos, solos y abandonados. Incluso parece haber sociedades enteras que chapotean en la prosperidad, mientras otros pueblos son aniquilados por el hambre, las plagas y el olvido.

Seguramente cualquier teoría sobre el reparto del bienestar debe partir de una definición plausible de qué es la felicidad. No existe expresión que tenga más acepciones: cada uno la interpreta a su manera, y dicen que valemos lo que vale nuestro concepto de bienestar. La felicidad parece venir acompañada del triunfo personal y social y de la ausencia de problemas, pero no es una suma de factores tan objetivos. A veces, con todo a favor sentimos la tristeza y en otras ocasiones, en medio del dolor y de las dificultades, percibimos la alegría. Y es que la felicidad es una función interior, un mecanismo implantado que aporta optimismo aun en circunstancias desfavorables. “¿Por qué buscáis la felicidad, oh, mortales, fuera de vosotros mismos?”, señaló Boecio.

Los autores clásicos apuntan hacia una felicidad episódica. Frost creía que “la felicidad es más intensa cuanto menos extensa”; Dostoievski que “la ley de la tierra es que el hombre debe ganar su felicidad mediante el sufrimiento” y Shaw que “ningún ser viviente podría soportar una vida entera de felicidad”. También los proverbios abundan en la idea de felicidad y desgracia discontinuas: “Felicidad de hoy, dolor de mañana”; o “cuando se es feliz es cuando hay que tener más miedo; nada amenaza tanto como la felicidad”. Parece que el ser humano se compensa con una función intermitente que adormece o aviva la sensación de felicidad según la situación sea halagüeña o desventurada. Este concepto de felicidad equitativa no pretende ser paralizante, sino estimulante de una existencia activa que no se malgasta en ilusorias envidias y que se dedica a la solidaridad y la ayuda hacia todos los demás.

El corazón humano conoce en este mundo solamente una felicidad: amar y ser amado. El amor es encontrar en la felicidad de otro, la propia felicidad. Del mismo modo que produciendo riqueza nos ganamos el derecho a consumirla, sólo disfrutaremos la felicidad cuando la procuremos a los demás. Cuántas vidas se desperdician rebuscando una felicidad que ya se tiene, pero que no se ve. La felicidad verdadera consiste en amar lo que tenemos, no las cosas sino las personas con las que convivimos, sin apenarse buscando absurdas quimeras que creemos que nos faltan. El secreto de la felicidad reside en el infinito e inagotable amar.

0 comments:

Publicar un comentario