El domingo, día 5 de octubre, se celebra el Día Mundial de los Docentes que promueve la UNESCO. Esta conmemoración es de carácter general para todo el profesorado, adicionalmente a las festividades específicas por niveles educativos: San José de Calasanz o “Fiesta del Maestro” (27 de noviembre), Santo Tomás de Aquino (28 de enero, Ens. Secundaria), San Juan Bosco (31 de enero, FP), San Alberto Magno (15 de noviembre, Universidad), Santa Cecilia (22 de noviembre, Conservatorios),…
El profesorado que cuenta con un talento singular, dispone de unos polvos mágicos que cambian la vida del alumnado: la tiza. Con ella y con sus preguntas, más que con sus respuestas, adiestran al alumnado en lo que necesitarán para vivir y para ganarse la vida en el siglo XXI: Aprender. Gradualmente se van haciendo menos necesarios, porque los educadores abren la puerta del futuro, pero son los alumnos quienes deben entrar solos. El profesorado no sólo enseña, sino que ante todo despierta.
Como docentes, y en mi caso profesor de profesores en la Escuela de Magisterio de Bilbao, mi esposa Carmen y yo hemos vivido decenas de anécdotas que corroboran la grandeza y el privilegio de la labor del profesorado. Pero siempre preferimos dos sencillas historias que vivimos en casa, desde la perspectiva de padres con niños recién escolarizados, hace ya muchos años. Nuestros hijos compartieron en la Escuela Pública de Artaza una magnifica ‘andereño’ Itziar, a la que adoraban. Cuando Aitor estaba a cargo de esta maestra, ella hubo de pedir la baja por un problema de cuerdas vocales causado por educar y enseñar en una lengua nueva a casi treinta niños de tres años. Eduardo, fue el profesor de EGB sustituto que remplazó a la titular como maestro de nuestro hijo. Sólo fueron unos meses y luego Itziar regresó, lo que alegró a todos, incluido Aitor que estaba contentísimo con ella. Semanas después Aitor comentó que Eduardo ya no venía porque también estaba “enfermo de la voz”, pero que volvería cuando se curase. Su hermana Leire, de seis años, lo desmintió diciendo que nunca regresaría porque sólo había ido como suplente, y Aitor comenzó a llorar porque no podía creer que su ‘maisu’ ya no volvería para estar con toda la clase junto a Itziar. Aitor quería a sus profesores y lo expresaba así, sin ambages. Años antes, cuando Leire llevaba apenas un mes en su primer colegio, San Agustín, un día al salir de clase nos dijo alborozada que quería a su maestra tanto como a nosotros, sus padres.
Profesorado: ¡Gracias en nombre de todas las familias y del alumnado! Sin vosotros no sería posible esperar y construir un mundo mejor cada día.
El profesorado que cuenta con un talento singular, dispone de unos polvos mágicos que cambian la vida del alumnado: la tiza. Con ella y con sus preguntas, más que con sus respuestas, adiestran al alumnado en lo que necesitarán para vivir y para ganarse la vida en el siglo XXI: Aprender. Gradualmente se van haciendo menos necesarios, porque los educadores abren la puerta del futuro, pero son los alumnos quienes deben entrar solos. El profesorado no sólo enseña, sino que ante todo despierta.
Como docentes, y en mi caso profesor de profesores en la Escuela de Magisterio de Bilbao, mi esposa Carmen y yo hemos vivido decenas de anécdotas que corroboran la grandeza y el privilegio de la labor del profesorado. Pero siempre preferimos dos sencillas historias que vivimos en casa, desde la perspectiva de padres con niños recién escolarizados, hace ya muchos años. Nuestros hijos compartieron en la Escuela Pública de Artaza una magnifica ‘andereño’ Itziar, a la que adoraban. Cuando Aitor estaba a cargo de esta maestra, ella hubo de pedir la baja por un problema de cuerdas vocales causado por educar y enseñar en una lengua nueva a casi treinta niños de tres años. Eduardo, fue el profesor de EGB sustituto que remplazó a la titular como maestro de nuestro hijo. Sólo fueron unos meses y luego Itziar regresó, lo que alegró a todos, incluido Aitor que estaba contentísimo con ella. Semanas después Aitor comentó que Eduardo ya no venía porque también estaba “enfermo de la voz”, pero que volvería cuando se curase. Su hermana Leire, de seis años, lo desmintió diciendo que nunca regresaría porque sólo había ido como suplente, y Aitor comenzó a llorar porque no podía creer que su ‘maisu’ ya no volvería para estar con toda la clase junto a Itziar. Aitor quería a sus profesores y lo expresaba así, sin ambages. Años antes, cuando Leire llevaba apenas un mes en su primer colegio, San Agustín, un día al salir de clase nos dijo alborozada que quería a su maestra tanto como a nosotros, sus padres.
Profesorado: ¡Gracias en nombre de todas las familias y del alumnado! Sin vosotros no sería posible esperar y construir un mundo mejor cada día.