El arco iris es la cinta que se pone la Naturaleza después de haberse lavado la cabeza. Ramón Gómez de la Serna
Especie enamoradiza
El género humano, que es un poco poeta, tiende a enamorarse todos los días del año. Polvo somos, mas polvo enamorado.
Nos hallamos en una sociedad y en un tiempo que dan facilidades crecientes para hacer el amor, pero no para vivir enamorarnos. Pudiera parecer que sólo en la época de Goethe cupo aquello de “¡Espectáculo digno de los dioses, la vista de dos enamorados!”, o que apenas Schiller pudo apreciar que “En la más angosta cabaña hay espacio para una pareja feliz y enamorada”.
Ahora el enamoramiento es asunto de “El Corte Inglés”, pero no perdamos la esperanza. Hay algo genético en el alma humana que busca el amor en toda edad y lugar. Santiago Ramón y Cajal se pronunció sobre la festividad de San Valentín, señalando que “Aún en el día del amor, representamos meras delegaciones de la especie, que es, en fin de cuentas, la gran enamorada”. El científico navarro también recomendaba que “El arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco”, pero jamás renunciemos a la capacidad de enamorarnos.
Dicen que nadie sabe qué es una mujer, si no ha visto una mujer enamorada. Eso reza para cualquier persona, hombre o mujer. Oigamos la sabiduría de los proverbios populares: Nunca desesperes, mientras puedas enamorarte, porque sólo pueden ser dichosas las almas enamoradas. Recordemos que al enamorarnos renacemos otra vez.
Nos hallamos en una sociedad y en un tiempo que dan facilidades crecientes para hacer el amor, pero no para vivir enamorarnos. Pudiera parecer que sólo en la época de Goethe cupo aquello de “¡Espectáculo digno de los dioses, la vista de dos enamorados!”, o que apenas Schiller pudo apreciar que “En la más angosta cabaña hay espacio para una pareja feliz y enamorada”.
Ahora el enamoramiento es asunto de “El Corte Inglés”, pero no perdamos la esperanza. Hay algo genético en el alma humana que busca el amor en toda edad y lugar. Santiago Ramón y Cajal se pronunció sobre la festividad de San Valentín, señalando que “Aún en el día del amor, representamos meras delegaciones de la especie, que es, en fin de cuentas, la gran enamorada”. El científico navarro también recomendaba que “El arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco”, pero jamás renunciemos a la capacidad de enamorarnos.
Dicen que nadie sabe qué es una mujer, si no ha visto una mujer enamorada. Eso reza para cualquier persona, hombre o mujer. Oigamos la sabiduría de los proverbios populares: Nunca desesperes, mientras puedas enamorarte, porque sólo pueden ser dichosas las almas enamoradas. Recordemos que al enamorarnos renacemos otra vez.
Rascacielos en aprietos
Quizá la lógica más elemental determine ya el final de la megalomanía de estas construcciones “Titanic”.
Una situación tan caótica como la originada por el siniestro de la torre Windsor en el corazón más céntrico de Madrid, afortunadamente sin víctimas mortales, debiera provocar una seria crítica sobre el sentido de los rascacielos. Un simple incendio, que en un edificio menor hubiese sido irrelevante, o la tragedia del 11-M en New York, muestran fehacientemente lo crítico que son todos los sistemas de seguridad en estas moles erigidas con absurdos criterios comerciales, alejados del más mínimo sentido común.
Los rascacielos son el producto más representativo del modelo dual de la urbe capitalista, que concentra lo selecto y dispersa lo menos rentable, generada a partir de la desigual distribución del espacio, la infraestructura y los recursos de la población. Únicamente se alzaron bajo razonamientos inmobiliarios de pura especulación, y se cimentaron con falsas tecnologías que no superan las pruebas más básicas de riesgos previsibles que acontecen periódicamente. Un singular reparto de beneficios para algunos pocos intereses privados, que posteriormente ocasionan daños ingentes que son cubiertos con fondos públicos. Esperando que su derrumbe no acarree efectos colaterales en el megacomplejo de Azca, los costes del inmenso colapso que positivamente se producirá serán sufragados por una ciudadanía inocente que ni se lucró con su construcción, ni autorizó semejantes desatinos urbanísticos.
El afán de grandeza de la humanidad no parece tener enmienda. No aprendemos ni de la maldición bíblica de la Torre de Babel, cuyo precedente histórico se ubicó en Babilonia según algunos científicos y fue construido en el tercer milenio antes de Jesucristo. Su descubridor, el arquitecto y arqueólogo Robert Koldewey verificó también el funesto destino de aquel edificio piramidal llamado Etemenanki, “la mansión entre el Cielo y la Tierra”. Según relata el Génesis, sus promotores incurrieron en la misma presunción del engreimiento de sus propias capacidades: "Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos…”.
Aquí y ahora son los estoicos bomberos quienes finalmente son escuchados. Nos hablan de estrategias ofensivas interiores y defensivas exteriores. Las primeras, intentar apagar el conato inicial, duraron 40 minutos, y luego sólo cupo la decisión de “dejar quemar y esperar que todo lo consumible ardiese”. Lo más acertado fue evitar que estos servidores públicos quedasen apresados en una trampa mortal que ellos no diseñaron.
El atroz atentado consumado en el World Trade Center no venció las presiones inmobiliarias, que son quienes formulan el diseño arquitectónico-urbano. Pero desde Manhattan se oyeron voces cabales de movimientos democráticos y de participación ciudadana que clamaron, desde el recuerdo de las víctimas, por una arquitectura que volviera a respetar la escala y la condición humana.
Mañana nos contarán lo irracional del miedo a rascacielos invulnerables, cómo superar la natural psicosis colectiva, qué hacer para evitar la paranoia de los ascensores a la cumbre o cómo superar la fobia a las alturas (acrofobia), pero nadie advertirá del vértigo que provoca una humanidad que no aprende ni de sus tragedias. La arquitectura fundamentalista que subyace en estos colosos con pies de barro es el paradigma de nuestra endeble civilización, que aspira a más de lo que puede soportar.
Una situación tan caótica como la originada por el siniestro de la torre Windsor en el corazón más céntrico de Madrid, afortunadamente sin víctimas mortales, debiera provocar una seria crítica sobre el sentido de los rascacielos. Un simple incendio, que en un edificio menor hubiese sido irrelevante, o la tragedia del 11-M en New York, muestran fehacientemente lo crítico que son todos los sistemas de seguridad en estas moles erigidas con absurdos criterios comerciales, alejados del más mínimo sentido común.
Los rascacielos son el producto más representativo del modelo dual de la urbe capitalista, que concentra lo selecto y dispersa lo menos rentable, generada a partir de la desigual distribución del espacio, la infraestructura y los recursos de la población. Únicamente se alzaron bajo razonamientos inmobiliarios de pura especulación, y se cimentaron con falsas tecnologías que no superan las pruebas más básicas de riesgos previsibles que acontecen periódicamente. Un singular reparto de beneficios para algunos pocos intereses privados, que posteriormente ocasionan daños ingentes que son cubiertos con fondos públicos. Esperando que su derrumbe no acarree efectos colaterales en el megacomplejo de Azca, los costes del inmenso colapso que positivamente se producirá serán sufragados por una ciudadanía inocente que ni se lucró con su construcción, ni autorizó semejantes desatinos urbanísticos.
El afán de grandeza de la humanidad no parece tener enmienda. No aprendemos ni de la maldición bíblica de la Torre de Babel, cuyo precedente histórico se ubicó en Babilonia según algunos científicos y fue construido en el tercer milenio antes de Jesucristo. Su descubridor, el arquitecto y arqueólogo Robert Koldewey verificó también el funesto destino de aquel edificio piramidal llamado Etemenanki, “la mansión entre el Cielo y la Tierra”. Según relata el Génesis, sus promotores incurrieron en la misma presunción del engreimiento de sus propias capacidades: "Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos…”.
Aquí y ahora son los estoicos bomberos quienes finalmente son escuchados. Nos hablan de estrategias ofensivas interiores y defensivas exteriores. Las primeras, intentar apagar el conato inicial, duraron 40 minutos, y luego sólo cupo la decisión de “dejar quemar y esperar que todo lo consumible ardiese”. Lo más acertado fue evitar que estos servidores públicos quedasen apresados en una trampa mortal que ellos no diseñaron.
El atroz atentado consumado en el World Trade Center no venció las presiones inmobiliarias, que son quienes formulan el diseño arquitectónico-urbano. Pero desde Manhattan se oyeron voces cabales de movimientos democráticos y de participación ciudadana que clamaron, desde el recuerdo de las víctimas, por una arquitectura que volviera a respetar la escala y la condición humana.
Mañana nos contarán lo irracional del miedo a rascacielos invulnerables, cómo superar la natural psicosis colectiva, qué hacer para evitar la paranoia de los ascensores a la cumbre o cómo superar la fobia a las alturas (acrofobia), pero nadie advertirá del vértigo que provoca una humanidad que no aprende ni de sus tragedias. La arquitectura fundamentalista que subyace en estos colosos con pies de barro es el paradigma de nuestra endeble civilización, que aspira a más de lo que puede soportar.
Obesidad: ¿veleidad o realidad?
La obesidad, que amenaza a más del 30% del mundo occidental, es la epidemia del siglo XXI.
Estamos, casi todos, demasiado gordos… excepto quienes padecen hambre crónica. Paradójicamente la pobreza mundial se manifiesta con alta mortalidad por hambrunas… o por gorduras. En el “Primer Mundo” se nos dice que la obesidad mata más gente que el cáncer. En EE.UU. 300.000 muertes anuales se imputan a la gula y a la falta de ejercicio, el 30.4% de la población es obeso, el 64% tiene sobrepeso y se anuncia que la obesidad puede ser ya la primera causa de mortalidad. Pero quizá la noticia sólo sea atribuible a que el mercado de la dietética supera al negocio de la alimentación, y que los intereses de las multinacionales aconsejan sugerirnos que adelgazamos… lo que antes nos hicieron engordar.
Porque fue el poderoso lobby de los productores de cereales, con amplia representación en el Congreso norteamericano, quien históricamente consiguió suculentos subsidios para sus plantaciones, lo que les permitió vender a precios sumamente bajos a ganaderos bovinos y avícolas. Luego la Unión Europea, igualmente sobreprotegió al sector primario, por lo que la superproducción de alimentos, que difícilmente puede acumularse por largos períodos y que nadie traslada solidariamente al “Tercer Mundo”, sólo puede ser consumida con publicidad agresiva que instala hábitos anglosajones de “comida basura” (fast food) entre la población mundial menos informada. Todo ello ha provocado un aumento desbordante de las raciones que nos ofrecen, así como de las personas que no pueden combatir el consumismo fomentado.
Los datos comparativos son escalofriantes. Se han entre duplicado y quintuplicado el peso y las calorías de los productos en unas pocas décadas: Una hamburguesa ha pasado de 79 gramos a 122, subiendo sus calorías desde 202 a 210; las patatas fritas que le acompañan, de 68 a 198 gramos, esto es de 210 a 610 calorías; las chocolatinas, de 57 a 198 gramos, o de 297 a 1000 calorías; el botellín de refresco de cola, de 192 a 473 mililitros, de 79 a 194 calorías; y, en el caso límite de las palomitas se decuplica su masa, pasando de 174 a 1.700 calorías.
Lo más preocupante es que esta pandemia de grandes raciones y sobrepeso está afectando de lleno a los más pequeños, ofreciéndose datos incontestables como el incremento en adolescentes de la diabetes tipo 2, quedando expuestos a complicaciones como enfermedades cardíacas y renales, ceguera o degeneración neurológica de las extremidades.
Nos conviene aplicarnos urgentemente algunos consejos de los nutricionistas, fundamentalmente por razones sanitarias, además de las económicas (las compañías de seguros comienzan a elevar sus primas a los “gruesos”) o estéticas (que pueden llevar a la anorexia). Algunas recomendaciones básicas para una alimentación sana, avaladas por las agencias gubernamentales más fiables, son las siguientes:
1º Huir de la publicidad agresiva, tanto de productos alimenticios como adelgazantes. El mercado no es un consejero fiable para la salud: Mejor consultar cada caso concreto con el médico o el especialista.
2º Hacer tres comida diarias, sin olvidar el desayuno, consumiendo con moderación alimentos naturales variados, con preferencia a los de origen vegetal (o marino).
3º Comer cinco piezas diarias de frutas y hortalizas crudas o cocidas, como núcleo central de una dieta equilibrada y saludable que sacia y aporta nutrientes esenciales con pocas calorías.
4º Beber mucha agua, al despertarse y al acostarse, antes y después de las comidas, hasta un total diario en torno a los 1,5 litros.
5º Disminuir el consumo de sal, alcohol y alimentos energéticos ricos en grasas saturadas (normalmente de origen animal, mantequilla, margarina, grasas, carne roja,…) o azúcares refinados (dulces y bollería industrial).
6º Aprovechar el tiempo de las comidas para el encuentro y el diálogo con familiares y amigos.
Estamos, casi todos, demasiado gordos… excepto quienes padecen hambre crónica. Paradójicamente la pobreza mundial se manifiesta con alta mortalidad por hambrunas… o por gorduras. En el “Primer Mundo” se nos dice que la obesidad mata más gente que el cáncer. En EE.UU. 300.000 muertes anuales se imputan a la gula y a la falta de ejercicio, el 30.4% de la población es obeso, el 64% tiene sobrepeso y se anuncia que la obesidad puede ser ya la primera causa de mortalidad. Pero quizá la noticia sólo sea atribuible a que el mercado de la dietética supera al negocio de la alimentación, y que los intereses de las multinacionales aconsejan sugerirnos que adelgazamos… lo que antes nos hicieron engordar.
Porque fue el poderoso lobby de los productores de cereales, con amplia representación en el Congreso norteamericano, quien históricamente consiguió suculentos subsidios para sus plantaciones, lo que les permitió vender a precios sumamente bajos a ganaderos bovinos y avícolas. Luego la Unión Europea, igualmente sobreprotegió al sector primario, por lo que la superproducción de alimentos, que difícilmente puede acumularse por largos períodos y que nadie traslada solidariamente al “Tercer Mundo”, sólo puede ser consumida con publicidad agresiva que instala hábitos anglosajones de “comida basura” (fast food) entre la población mundial menos informada. Todo ello ha provocado un aumento desbordante de las raciones que nos ofrecen, así como de las personas que no pueden combatir el consumismo fomentado.
Los datos comparativos son escalofriantes. Se han entre duplicado y quintuplicado el peso y las calorías de los productos en unas pocas décadas: Una hamburguesa ha pasado de 79 gramos a 122, subiendo sus calorías desde 202 a 210; las patatas fritas que le acompañan, de 68 a 198 gramos, esto es de 210 a 610 calorías; las chocolatinas, de 57 a 198 gramos, o de 297 a 1000 calorías; el botellín de refresco de cola, de 192 a 473 mililitros, de 79 a 194 calorías; y, en el caso límite de las palomitas se decuplica su masa, pasando de 174 a 1.700 calorías.
Lo más preocupante es que esta pandemia de grandes raciones y sobrepeso está afectando de lleno a los más pequeños, ofreciéndose datos incontestables como el incremento en adolescentes de la diabetes tipo 2, quedando expuestos a complicaciones como enfermedades cardíacas y renales, ceguera o degeneración neurológica de las extremidades.
Nos conviene aplicarnos urgentemente algunos consejos de los nutricionistas, fundamentalmente por razones sanitarias, además de las económicas (las compañías de seguros comienzan a elevar sus primas a los “gruesos”) o estéticas (que pueden llevar a la anorexia). Algunas recomendaciones básicas para una alimentación sana, avaladas por las agencias gubernamentales más fiables, son las siguientes:
1º Huir de la publicidad agresiva, tanto de productos alimenticios como adelgazantes. El mercado no es un consejero fiable para la salud: Mejor consultar cada caso concreto con el médico o el especialista.
2º Hacer tres comida diarias, sin olvidar el desayuno, consumiendo con moderación alimentos naturales variados, con preferencia a los de origen vegetal (o marino).
3º Comer cinco piezas diarias de frutas y hortalizas crudas o cocidas, como núcleo central de una dieta equilibrada y saludable que sacia y aporta nutrientes esenciales con pocas calorías.
4º Beber mucha agua, al despertarse y al acostarse, antes y después de las comidas, hasta un total diario en torno a los 1,5 litros.
5º Disminuir el consumo de sal, alcohol y alimentos energéticos ricos en grasas saturadas (normalmente de origen animal, mantequilla, margarina, grasas, carne roja,…) o azúcares refinados (dulces y bollería industrial).
6º Aprovechar el tiempo de las comidas para el encuentro y el diálogo con familiares y amigos.
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