Una alegoría entre dos servicios esenciales que evidencia la necesidad de remodelar algunas fórmulas de gestión presupuestaria.
Imaginemos un país donde los hospitales, ya fuesen especializados en resfriados o en oncología, recibiesen los mismos recursos médicos y asistenciales. Supongamos que las autoridades sanitarias acudiesen frecuentemente a felicitar a los considerados equipos médicos de los centros con menor mortandad, que obviamente serían los que atienden a los enfermos menos graves. Sólo esos centros recibirían certificaciones de calidad que exhibirían en sus vitrinas, mientras los sanatorios de desahuciados jamás podrían igualar ni de lejos sus porcentajes de curación.
Este sistema sanitario estaría plena y uniformemente financiado con fondos públicos, subvencionando con conciertos a los centros privados. Si además las clínicas de los indispuestos leves contasen con grandes instalaciones deportivas y de recreo en el centro de las ciudades, mientras que los lazaretos de los agonizantes se ubicasen en las afueras, la opción preferencial de la gente con una dolencia media resultaría obvia. Contar con compañeros de pabellón casi sanos o muy enfermos es algo decisivo para superar un período crítico.
Todavía sería más injusto que se reconociese más la vocación y la profesionalidad de los médicos que, en óptimas condiciones, atendiesen los casos menos difíciles, frente a sus olvidados colegas desbordados en pésimas condiciones. Cuando se convirtieran en noticia algunos conflictos previsibles y fracasos difícilmente evitables, nuevamente se trasladaría a la opinión pública la dicotomía maniquea de los buenos y los malos galenos.
También cuando en el ranking de calidad de algunos medios de comunicación sólo apareciesen las clínicas que curan molestias insignificantes, que prácticamente no requieren intervención alguna. En los más olvidados hospitales de barriada, con enfermos crónicos de afectados por todo tipo de complicaciones combinadas sus especializados y esforzados médicos nunca sabrían lo que es una Q de plata, entre otras razones porque no aplicarían su ajustada economía a tal fin.
Exactamente esto es lo que sucede… en nuestra educación. La maravillosa tarea de educar, muy parecida a la de curar el futuro de las personas, se ejerce en condiciones muy variables. Merece nuestro máximo reconocimiento y dedicación ya sea con alumnado de altas capacidades y altas expectativas, que también lo merece, o con el alumnado más desfavorecido, que lo merece igualmente pero lo necesita incomparablemente más, porque es su primera y única oportunidad de rescate social.
Por ello hemos de volcar el grueso del esfuerzo docente y presupuestario en los centros y las aulas que reúnen los mayores porcentajes de alumnado inmigrante, de necesidades especiales o becario, que apenas cuenta con el determinante y decisivo apoyo familiar. No es razonable que una plaza escolar se subvencione por igual a un alumno autóctono de clase socio-económica-cultural alta que a una alumna rumana de etnia gitana sin escolarizar nunca y recién llegada que vive en una furgoneta.
Sean estas palabras un modesto agradecimiento al personal de nuestros centros escolares más meritorios, que logra el mayor progreso y avance de las capacidades y competencias del alumnado desde que ingresa hasta que egresa de sus aulas. Estos colegios, muchos públicos y algunos concertados religiosos, de zonas marginadas y profesorado demasiado flotante, son nuestro mayor orgullo escolar y el supremo exponente del grado de calidad de todo el sistema educativo.
Versión final: mikel.agirregabiria.net/2006/sanando.htm
Imaginemos un país donde los hospitales, ya fuesen especializados en resfriados o en oncología, recibiesen los mismos recursos médicos y asistenciales. Supongamos que las autoridades sanitarias acudiesen frecuentemente a felicitar a los considerados equipos médicos de los centros con menor mortandad, que obviamente serían los que atienden a los enfermos menos graves. Sólo esos centros recibirían certificaciones de calidad que exhibirían en sus vitrinas, mientras los sanatorios de desahuciados jamás podrían igualar ni de lejos sus porcentajes de curación.
Este sistema sanitario estaría plena y uniformemente financiado con fondos públicos, subvencionando con conciertos a los centros privados. Si además las clínicas de los indispuestos leves contasen con grandes instalaciones deportivas y de recreo en el centro de las ciudades, mientras que los lazaretos de los agonizantes se ubicasen en las afueras, la opción preferencial de la gente con una dolencia media resultaría obvia. Contar con compañeros de pabellón casi sanos o muy enfermos es algo decisivo para superar un período crítico.
Todavía sería más injusto que se reconociese más la vocación y la profesionalidad de los médicos que, en óptimas condiciones, atendiesen los casos menos difíciles, frente a sus olvidados colegas desbordados en pésimas condiciones. Cuando se convirtieran en noticia algunos conflictos previsibles y fracasos difícilmente evitables, nuevamente se trasladaría a la opinión pública la dicotomía maniquea de los buenos y los malos galenos.
También cuando en el ranking de calidad de algunos medios de comunicación sólo apareciesen las clínicas que curan molestias insignificantes, que prácticamente no requieren intervención alguna. En los más olvidados hospitales de barriada, con enfermos crónicos de afectados por todo tipo de complicaciones combinadas sus especializados y esforzados médicos nunca sabrían lo que es una Q de plata, entre otras razones porque no aplicarían su ajustada economía a tal fin.
Exactamente esto es lo que sucede… en nuestra educación. La maravillosa tarea de educar, muy parecida a la de curar el futuro de las personas, se ejerce en condiciones muy variables. Merece nuestro máximo reconocimiento y dedicación ya sea con alumnado de altas capacidades y altas expectativas, que también lo merece, o con el alumnado más desfavorecido, que lo merece igualmente pero lo necesita incomparablemente más, porque es su primera y única oportunidad de rescate social.
Por ello hemos de volcar el grueso del esfuerzo docente y presupuestario en los centros y las aulas que reúnen los mayores porcentajes de alumnado inmigrante, de necesidades especiales o becario, que apenas cuenta con el determinante y decisivo apoyo familiar. No es razonable que una plaza escolar se subvencione por igual a un alumno autóctono de clase socio-económica-cultural alta que a una alumna rumana de etnia gitana sin escolarizar nunca y recién llegada que vive en una furgoneta.
Sean estas palabras un modesto agradecimiento al personal de nuestros centros escolares más meritorios, que logra el mayor progreso y avance de las capacidades y competencias del alumnado desde que ingresa hasta que egresa de sus aulas. Estos colegios, muchos públicos y algunos concertados religiosos, de zonas marginadas y profesorado demasiado flotante, son nuestro mayor orgullo escolar y el supremo exponente del grado de calidad de todo el sistema educativo.
Versión final: mikel.agirregabiria.net/2006/sanando.htm