Cuando termina la Navidad, queda el doble regusto del exceso de mazapán y el renovado deseo de cambiar.
Han sido días de vacaciones, reunidos en familia, con la sensación de que el nuevo año será distinto, exactamente igual que lo que pensamos hace un año, dos, o tres,… En fiestas hemos vuelto a brindar con los allegados habituales, los susodichos parabienes, con parecidas bajas expectativas de cambios reales. Pero el espíritu navideño todavía se impone, en alguna medida, y algunas novedades siempre promueve.
Un nuevo año es una inmejorable oportunidad de metamorfosis, que debemos aprovechar. Ante la locura de las rebajas, ¿por qué no reenfocar? Sería mejor rebajar… el consumismo mismo, olvidar la compra compulsiva, ganar la batalla de ir a adquirir sólo lo necesario, pasar con indiferencia ante lo superfluo. Acumular más trastos no nos aportará nada de bienestar. Es preferible que tras la navidad, sintamos sin ajetreos la rutinaria tranquilidad, esa imperceptible levedad que aporta felicidad.
En el fondo, sólo ansiamos la paz, la interna, la familiar, la laboral, la social y, por qué no, la gran Paz que nos niegan los acontecimientos que no controlamos, que nos desbordan, ante los que no sabemos cómo reaccionar. Quizá se pueda ofrecer una receta: No dejemos que nadie nos imponga su desquiciada ferocidad, su inducido terror, su destructivo odio… Más que la “técnica del avestruz”, se trata de adoptar la “técnica de la jirafa”: elevar la perspectiva sobre las negras excepciones aisladas, ver la grandeza de tanta buena gente que vive, trabaja y hace el bien cada día, sin salir jamás en portadas.
Versión para imprimir en: mikel.agirregabiria.net/2007/postnavidad.doc
Deformación profesional de funcionario
Lectura dominical, una saludable costumbre
El papel no ha muerto... del todo. Foto: Aitor Agirregabiria.
Un cortometraje de Borja Cobeaga, preseleccionado para los Oscar: Éramos pocos...
Trata de un padre y un hijo que, abandonados por la madre, sacan a la abuela del asilo para que les cuide.
El secreto de la felicidad: Tómate tu tiempo
El desdichado dedica su tiempo a pensar si se es o no feliz. Para evitarlo, tómate tu tiempo en…
Reír… Es la música del alma.
Leer… Es la fuente del saber.
Pensar… Es la llave del éxito.
Soñar… Es el aliento de la felicidad.
Jugar… Es la inocencia de la infancia.
Llorar… Es el signo de un gran corazón.
Escuchar… Es la fuerza de la inteligencia.
Amar… Es el secreto de la eterna juventud.
Tómate tu tiempo en vivir… pues el tiempo pasa rápido… y no vuelve jamás.
Versión para imprimir en: mikel.agirregabiria.net/2006/tutiempo.doc
Reír… Es la música del alma.
Leer… Es la fuente del saber.
Pensar… Es la llave del éxito.
Soñar… Es el aliento de la felicidad.
Jugar… Es la inocencia de la infancia.
Llorar… Es el signo de un gran corazón.
Escuchar… Es la fuerza de la inteligencia.
Amar… Es el secreto de la eterna juventud.
Tómate tu tiempo en vivir… pues el tiempo pasa rápido… y no vuelve jamás.
Versión para imprimir en: mikel.agirregabiria.net/2006/tutiempo.doc
Mi primer año de colegio. Testigo de la Educación Vasca (II)
La antigua educación infantil, los párvulos en 1958.
Hace casi cincuenta años, en agosto de 1958 me matricularon en el colegio de los Padres Escolapios de Bilbao, así lo acredita mi primera ficha escolar. A primeros de octubre de aquel año fui a la clase de Párvulos A, con una ‘señorita’ que se llamaba Mari Tere. Recuerdo, nítidamente, que parecía la más guapa y joven de las tres únicas profesoras del centro. Ciertamente era cariñosa y amable. Todos sus alumnos, en aquella época no había chicas en clase, creo que siempre la llevaremos en nuestra memoria, como nuestra segunda mamá. Todavía rememoro que, años después, cuando supe que se había casado con un profesor del colegio, me llevé una decepción (infantil), porque de algún modo la consideraba una vestal consagrada exclusivamente a nuestra educación.
El colegio había distribuido, con buen criterio, los tres grupos de párvulos A, B y C en orden de cercanía a la puerta de entrada, en la planta baja de un ala del bloque junto al patio pequeño con un cuadrado de soportales cubiertos. Ingresábamos con cinco años y en tres niveles aprendíamos a socializarnos, básicamente a saber estar en grupo, y luego a leer (Párvulos B) y a escribir (Párvulos C). Por supuesto, en una sola lengua, el castellano. Sabíamos que luego nos quedarían tres cursos fuertes con más asignaturas: Elemental, Medio e Ingreso, antes de pasar a Bachillerato con diez años, pero sólo los más aplicados.
El primer día de clase fui con ilusión, porque ya había estado de visita con mi madre cuando llevábamos a mi hermano, un año mayor. Con todo, fue una gran sorpresa. Me impresionó comprobar cuántos niños había en el mundo, no sólo en aquella inmensa clase con cuarenta y siete compañeros, sino en todo el colegio, aunque los horarios de los recreos de los ‘mayores’ estaban separados de los nuestros. En el patio, todos admirábamos al más atrevido, Ricardo Ignacio Negrete, que no sólo buscaba y encontraba hormigas, sino que –aparentemente- se las comía.
Me queda una remembranza muy feliz de mi primera aula, con sus mesitas de madera recubiertas de mármol verde y blanco, donde mi compañero Javier Arana tamborileaba con sus dedos el redoblar de la marcha de los capuchones (cofrades) propios de la Semana Santa. Se lo pedíamos una y otra vez, y apoyando nuestras sienes sobre el mármol jaspeado nos evadíamos de la clase en momentos de asueto.
Alguna conclusión podemos extraer de tiempos tan lejanos. Quizá la ventaja de mantener grupos cohesionados de alumnos, al escoger un mismo centro escolar para tantos años, primero de escolarización y luego de aprecio. Muchos de aquellos primeros condiscípulos estudiamos juntos, durante doce años. Con varios mantuvimos el contacto, bastantes años después de salir del colegio. Algunos, todavía hoy, somos amigos.
(Testigo de la Educación Vasca II)
Hace casi cincuenta años, en agosto de 1958 me matricularon en el colegio de los Padres Escolapios de Bilbao, así lo acredita mi primera ficha escolar. A primeros de octubre de aquel año fui a la clase de Párvulos A, con una ‘señorita’ que se llamaba Mari Tere. Recuerdo, nítidamente, que parecía la más guapa y joven de las tres únicas profesoras del centro. Ciertamente era cariñosa y amable. Todos sus alumnos, en aquella época no había chicas en clase, creo que siempre la llevaremos en nuestra memoria, como nuestra segunda mamá. Todavía rememoro que, años después, cuando supe que se había casado con un profesor del colegio, me llevé una decepción (infantil), porque de algún modo la consideraba una vestal consagrada exclusivamente a nuestra educación.
El colegio había distribuido, con buen criterio, los tres grupos de párvulos A, B y C en orden de cercanía a la puerta de entrada, en la planta baja de un ala del bloque junto al patio pequeño con un cuadrado de soportales cubiertos. Ingresábamos con cinco años y en tres niveles aprendíamos a socializarnos, básicamente a saber estar en grupo, y luego a leer (Párvulos B) y a escribir (Párvulos C). Por supuesto, en una sola lengua, el castellano. Sabíamos que luego nos quedarían tres cursos fuertes con más asignaturas: Elemental, Medio e Ingreso, antes de pasar a Bachillerato con diez años, pero sólo los más aplicados.
El primer día de clase fui con ilusión, porque ya había estado de visita con mi madre cuando llevábamos a mi hermano, un año mayor. Con todo, fue una gran sorpresa. Me impresionó comprobar cuántos niños había en el mundo, no sólo en aquella inmensa clase con cuarenta y siete compañeros, sino en todo el colegio, aunque los horarios de los recreos de los ‘mayores’ estaban separados de los nuestros. En el patio, todos admirábamos al más atrevido, Ricardo Ignacio Negrete, que no sólo buscaba y encontraba hormigas, sino que –aparentemente- se las comía.
Me queda una remembranza muy feliz de mi primera aula, con sus mesitas de madera recubiertas de mármol verde y blanco, donde mi compañero Javier Arana tamborileaba con sus dedos el redoblar de la marcha de los capuchones (cofrades) propios de la Semana Santa. Se lo pedíamos una y otra vez, y apoyando nuestras sienes sobre el mármol jaspeado nos evadíamos de la clase en momentos de asueto.
Alguna conclusión podemos extraer de tiempos tan lejanos. Quizá la ventaja de mantener grupos cohesionados de alumnos, al escoger un mismo centro escolar para tantos años, primero de escolarización y luego de aprecio. Muchos de aquellos primeros condiscípulos estudiamos juntos, durante doce años. Con varios mantuvimos el contacto, bastantes años después de salir del colegio. Algunos, todavía hoy, somos amigos.
(Testigo de la Educación Vasca II)
Francia reconocerá el derecho a la vivienda
Los esfuerzos de Los Hijos de Don Quijote, la organización gala que ha movilizado a once mil ciudadanos para exigir soluciones para personas sin techo, han dado sus frutos. Mientras ellos montaban campamentos en cien ciudades el Gobierno francés anuncia que aprobará un proyecto de ley que establece el derecho a reclamar una vivienda al Estado ante los tribunales. ¡ah, Francia, qué cerca y qué lejos!
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