En política, y lo estamos viendo en el arranque de la campaña presidencial de los Estados Unidos, la decisión clave es variar o saciar.
Cuando el electorado tiene la impresión mayoritaria de que un partido o un líder están agotados, sólo cabe a sus responsables proceder a la sustitución de la candidatura o… sufrir un descalabro. Además, en nuestro entorno político la ausencia de una norma generalizada que impida repetir más de dos candidaturas lleva a casos donde el agotamiento de algunos liderazgos fueron casos de referencia europeos.
La caducidad de los dirigentes no sólo afecta a los partidos en el poder. Por paradójico que resulte, la erosión es más mordiente en la oposición, aunque en sus figuras sea similar el deseo de supervivencia a toda costa tras lograr el laborioso control interno de un partido. Resulta lamentable la omnipresencia del clan de “políticos profesionales”, que plagan las estructuras de los partidos y que jamás se jubilan de la política, por la contundente razón de que no sabrían dónde recalar profesionalmente.
Las próximas elecciones generales se dilucidarán, al menos en saber quién logra la mayoría minoritaria, en función del sentir social de la necesidad de relevo o no de gobierno. Si se extiende la idea de que las cosas van relativamente bien, Zapatero repetirá y Rajoy pasará a la trastienda del PP. Si, por el contrario, la mayoría opina que los temas sociales van mal, Rajoy ganaría (aunque no gobernase, por carecer de aliados potenciales para sumar escaños).
Esta tenue percepción de que “todo va a mejor (o a peor)” se basa en gran medida en la economía a escala familiar. Y ésta no va demasiado bien. Un paro que se asoma creciente, el pozo de la vivienda inaccesible y un IPC levantisco no auguran un futuro económico despejado. Sólo la magia de los golpes de efecto, trucos con las pensiones o ayudas directas a colectivos sensibles, podrían paliar una visión gris de lo que se avecina (que la oposición y sus medios definirán como crisis profunda).
Sólo queda apelar a otras cuestiones donde los gobernantes se juegan su credibilidad como gestores del bien común e intérpretes de la utopía colectiva. En tan amplio ámbito de anhelos insatisfechos, la tardanza de ETA en entender su derrota es de pésimo efecto, aunque este dato como mensaje partidista ya está, si no agotado, al menos amortizado. Para despertar ilusiones y esperanzas sólo cabe esperar madurez y juicio de todo el espectro de partidos, confiando que de una vez por todas se asuman compromisos responsables (bien gobernando o en la oposición).
Sólo se logrará cuando los votantes despierten y castiguen la trillada descalificación del contrario y la barata estrategia de “el otro lo hizo peor” o el “cuanto peor (de aquellos), mejor” (para estos). El electorado debe pedir y premiar propuestas políticas rigurosas, que salvando la economía cotidiana, en primer lugar, pase sin descanso por apostar por objetivos a medio y largo plazo, como la educación, la investigación, la innovación,… (¿Por qué no aprendemos de
Finlandia y de
Irlanda?).
Una premisa necesaria sería disponer de una variedad mayor en la clase política, con representantes con mejor preparación y máxima experiencia en el mundo real (en el de la economía, la sociología, la ciencia, la tecnología,…) y no sólo siendo el resultado de múltiples elecciones internas entre iguales donde se valora la dedicación leal al “aparato del partido”, condiciones que casi nunca favorecen a los más competentes.
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