Soy vasco, pero puedo explicarlo

Esta cuchufleta me permite responder cuando me preguntan de dónde soy, quien no se ha tropezado con mi apellido, claro. Y éstas son mis excusas:

- Porque nací en el centro de Bilbao. ¿Qué culpa tengo yo?

- Porque, al menos, mis primeros 32 apellidos son vascos, pero quizá el resto no, y todos pesan igual. ¿Acaso elegí yo a mis antepasados?

- Porque vivo en Getxo por decisión familiar. Esto sí que lo determiné yo: ¿Soy culpable por admirar este municipio vizcaíno?

- Porque amo el euskera y la cultura vasca, pero juro que no he descuidado las lenguas y culturas españolas, latinoamericanas, francófonas, angloparlantes e, incluso, el idioma esperanto. ¿Soy culpable por poner en peligro de desaparición todas esas civilizaciones absorbidas por la voraz cultura vasca?

- Porque he elegido una opción política, que defiendo democrática y éticamente, con máximo respeto a todas las demás alternativas, y aborreciendo todas las formas de violencia y especialmente las que sólo traen muerte. ¿Soy culpable porque unos desalmados asesinen supuestamente para mi liberación?

En todo caso, yo creo que la nacionalidad sólo es un rasgo más de la identidad de cada persona. Además en mi opinión, es modificable, elegible y acumulable. Para ser o no ser vasco basta con desearlo, ni el origen, ni los apellidos, ni la residencia son definitorios. Y yo quiero ser vasco, entre otras muchas razones –que no caben aquí- porque aquí me educaron (otorgo gran importancia a este hecho vital), y porque -como los diplodocus- quedamos muy “pocus”. Pero también quiero ser murciano, alicantino, suizo, noruego, saharaui, chileno, canadiense,... Lo más preocupante es que, a veces, ¡quiero ser extraterrestre!, porque hay algunos terrícolas...

Profesores y médicos

Sr. Director: Dos maravillosas profesiones, de las que se decía que lo ideal sería contar con salario de médico y vacaciones de maestro, pero de esto hace mucho ya... Su hibridación engendra psicólogos.

Diferencias: Los docentes frente a los sanitarios son más numerosos, el predominio femenino más es acusado, se han euskaldunizado más y han sufrido en mayor grado el descenso demográfico… Los médicos frente a los pedagogos mantienen un prestigio mayor, han desarrollado mejor un código deontológico propio, están más jerarquizados, disponen de más personal subalterno… Ambas profesiones trabajan todavía poco coordinadas entre sí, y es difícil que quien optó por una de estas carreras le gustase la otra, aunque les admirase en su labor.

Similitudes: Educar y curar son profesiones antiguas y de futuro, populosas, corporativistas, con especialidades y estratos muy variados, de impronta personal pero de trabajo en equipo y en organizaciones crecientemente complejas, con nutrida presencia en el sector público y privado… Ambas de interdisciplinaria formación prolongada y continua deben ser vocacionales, alcanzan a la totalidad de la población, han sido noveladas y seriadas en cine y televisión, y producen más credibilidad en la población que políticos, empresarios, periodistas y eclesiásticos… Se apoyan crecientemente en nuevas tecnologías, pero el valor humano añadido las convierte en no robotizables. Constituyen cuadros con elevada cualificación, que ejercen funciones de alta responsabilidad por la trascendencia de sus resultados, de impacto social inmenso. Por el contacto personal continuado son las más vulnerables al estrés laboral. Aunque los niños y niñas quieren ser de mayores doctores y maestras, luego entre los jóvenes ambas carreras han venido perdiendo interés como destino universitario.

Actualidad: Con un alto nivel de interinidad, muchos de ellos –que han servido a Euskadi durante decenas de años- se enfrentarán en este curso a sendas Ofertas Públicas de Empleo. Estos profesionales son lo más paradigmático y definitorio de la calidad de una sociedad, aquello de lo que todos los políticos hablan en tiempo de elecciones.

¿Estamos de acuerdo? ¡Pues a ver si les cuidamos…!

¡Vuelven los de la ESO!

El verano es ese caluroso periodo en el que alumnos y profesores descansan unos de otros, mientras padres e hijos se sobrellevan mutuamente a jornada completa. Aquellos matrimonios con hijos en los que ambos cónyuges son docentes constituyen los parias de la sociedad: nunca disponen de vacaciones plenas. A medida que los hijos crecen en años, la amenaza del “descanso” estival en familia alcanza dimensiones pavorosas, llegando a todo su apogeo con la adolescencia de los retoños. Ésas son nuestras penosas circunstancias actuales.

Cuando los nenes eran pequeños, el veraneo era una rutina fatigosa pero llevadera, fichando las ocho horas reglamentarias en la playa, tras cargar todos los bártulos como porteadores sherpas y recorrer bajo un sol de justicia los sólo varios kilómetros que te separaban de la mayor aglomeración humana que imaginar se pueda. Esos arenales donde los niños aprenden lo grande y poblado que está el mundo, con toda la diversa humanidad que se puede hacinar en tan poco espacio. Al nene le comprabas un completo juego de obrero de la construcción con pala, cubo y rastrillo, a la nena otro con figuritas y gafas de sol, y tras excavar varias toneladas de arena y transportar hectolitros de agua salada, podías confiar en que necesitaran simultáneamente una siesta. Incluso te quedaban fuerzas al anochecer para repasar, por aquello de que “los críos vayan adelantados”, algunos de esos piadosos cuadernos de vacaciones, con el que las editoriales cubrían su estación negra. Según los niños ganaban en autonomía locomotora y digestiva, se llegaba a poder viajar sin baca king size y tras el regreso, en sólo once meses te recuperabas plenamente para afrontar el siguiente verano.

Pero llega el fatídico día en el que tus obedientes y enmadrados hijos son abducidos hacia un extraño estado denominado adolescencia, mientras sus padres deambulan hacia otra estación llamada desesperación. La pubertad comienza cuando se encierran en su cuarto con un portazo para escuchar música y salen transformados en miembros de una tribu en la que rigen unas vestimentas estrambóticas y unas normas grotescas. Estos especímenes púberes comparten características comunes de la juventud de todos los tiempos, aunque han desarrollado mutaciones propias.

Con pantalones hipercantinflados, pendientes de filibustero y pelambreras paleolíticas, en definitiva pura moda lumpen, se permiten llamarte antiguo por tu forma de vestir. Ocultan a sus padres ante sus amigos, como si éstos no tuvieran sus propios padres y hubiesen surgido como berzas o por generación espontánea. Esta generación PlayStation son la prole Nescafé, que reclaman el éxito instantáneo. Primero exigen el premio, y luego ya se lo merecerán. Se creen todos que son hijos únicos, incluso en familias numerosas: demandan toda la atención sólo para cada uno de ellos.

Esta estirpe la forman aquellos niños del llavín en el cuello, que cuando volvían del colegio abrían la puerta de casa, donde sus padres no habían llegado todavía. No saben qué fue la Guerra Fría, ni recuerdan cuando la Unión Soviética se desintegró, y solamente han conocido una Alemania, un único Papa,… Creen que el sida y ETA han existido toda la vida, como el CD, el Walkman, el ordenador y casi el teléfono móvil.

Tratados como principitos en casa y en Primaria, se transforman en déspotas domésticos y demonios escolares en Secundaria. Frecuentemente desmotivados para todo lo que sea el deber, se oponen sistemáticamente a recibir órdenes e incluso ­en casos minoritarios­ adoptan actitudes violentas.

Los padres nos plegamos a su dictadura consumista, en la que les embarcamos por ser demasiado complacientes y por ofrecerles todo lo que creímos no haber tenido. Y luego con fatalismo nos asombramos por la adopción fervorosa que hacen de marcas y modas. Perplejos, atribulados y desorientados, los padres, a veces, quisiéramos presentar la dimisión. Hemos pecado de exceso de permisividad y empleado exclusivamente estímulos positivos (demasiados premios). A la hora de exigir hemos sido cada vez menos exigentes: Sólo, y a veces ni eso, se les requiere el aprobado en los estudios.

Los profesores luchamos a brazo partido. El resultado es esperable si consideramos que la ESO reúne turbas de adolescentes asilvestrados e insoportables, a menudo incluso para ellos mismos por la insatisfacción con la que viven su transformación, por otro lado completamente necesaria para alcanzar su madurez. Los tutores, como los padres, debemos brindarles un apoyo incondicional y, desde la afectividad no exenta de autoridad, evitar que cometan errores irreversibles como elegir caminos de droga o violencia, o frustrar sus mejores opciones de futuro personal y profesional.

La sociedad, en su conjunto, y las instituciones, los medios de comunicación, los hábitos sociales no ayudan demasiado. Una ciudadanía “adolescéntrica”, que elige a prescriptores adolescentes como modelos de pensamiento y actuación, que idolatra a cantantes o deportistas de éxito temprano con mínimo esfuerzo, y que parece proclamar no ya que el modelo ideal es la juventud, sino que erige a la irresponsabilidad como pauta de actuación. Prima la cultura “teenager”, el País de Nunca Jamás donde todos seamos “Peter Pan” para divertirnos y ser felices.

Los adolescentes se enrocan y eligen convertirse en adultos cada vez más lentamente. La adolescencia se extiende, adelantándose y prorrogándose, incluso se transmuta: ya no es una estación de paso, sino un destino terminal. Parecemos una sociedad de “adultescentes”, y la mejor prueba son esos parques acuáticos o temáticos, donde los padres barrigones se convierten en “gamberros” con una felicidad vergonzosa para los pocos lúcidos.

¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Reconozcámoslo: Si los jóvenes y adolescentes han tomado el poder, es porque los adultos se lo hemos cedido, más que porque ellos lo desearan poseer. Del pater familias, se pasó a una equilibrada división de la autoridad entre padre y madre, que consultaba y escuchaba la opinión de los hijos. El autoritarismo de las aulas y los “educastradores” fueron completamente repudiados, por la insufrible experiencia vivida en el pasado. Pero el péndulo no quedó ahí.

Fuimos olvidando la “educación” y pasamos a la “seducción”. Teníamos que convencerles, cuando todavía apenas podían discernir, y creímos que nuestro error era no motivarles, cuando se trataba de enseñarles a asumir sus responsabilidades. Incluso los padres y madres tratamos de ganarnos el cariño de los hijos, aspirando a convertirnos en sus amigos o colegas más que el embrollo de ser sus padres. De la equilibrada igualdad entre padre y madre, y entre hijo e hija, pasamos al erróneo igualitarismo de padres e hijos. Perdimos la autoridad que nos correspondía, y no llegamos a ser la referencia que ellos necesitaban, aunque no la pidieran expresamente. Toleramos sus caprichos, y por negociar y evitar el conflicto, cedimos a sus demandas primarias que condujeron a la “cultura de la litrona”, llegando a un momento donde el peligro de drogas y el riesgo de suicidios es mayor que nunca.

El sistema social y el subsistema educativo se organizan democráticamente por estamentos. Pero ni la relación paterno-filial, ni docente-discente deben ser “democráticas”, porque las funciones de padres y profesores no son equiparables a las de hijos y alumnos. La ausencia de autoridad paternal y docente no libera al adolescente, por el contrario le sume en una tiranía más despiadada. Ellos consideran, mayoritariamente, que sus padres y profesores son poco severos, y ­en el fondo­ aprecian y respetan más a los más exigentes. A menudo ­con su comportamiento inaceptable­ sólo están demandando el cariño y la atención que los adultos dejamos de prestarles. Los jóvenes, realmente, esperan que nosotros, los adultos, les guiemos, y en caso extremo repudian más la indiferencia y el “laissez faire” que el rigor.

El diálogo se complementa con la disciplina, la libertad con la autoridad, y las madres y los padres, que estamos cada día más comprometidos con la educación de nuestros hijos e hijas, debemos prescribir y sancionar, positiva y negativamente. Nuestros hijos nos escuchan más de lo que creemos, y nos quieren tanto como nosotros a ellos.

¡Ah, pero el verano siempre es adolescente! Y es legítimo añorar la juventud, y recordar la sentencia de Horacio, válida para cualquier edad, Carpe Diem! (¡Vive intensamente cada instante!). Y como decían en el “Club de los Poetas Muertos”: “Examínate de la asignatura fundamental: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado tu capacidad de amar y dar vida”.

Versión original: mikel.agirregabiria.net/2002/elpais8.htm

Versión en PDF: mikel.agirregabiria.net/2002/vuelveeso.pdf