Obviamente este peso corresponde al aire de espirar al expirar, que ya no retorna cuando se exhala el último lamento, pero no deja de ser fastidioso que hasta eso sea aquilatado en tan postrera ocasión. Esos últimos pocos litros de aire, con su nitrógeno, oxígeno, vapor de agua,… se describen más poética y excelsamente por Bécquer como “Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar”, trasponiendo el final “Dime, mujer: cuando el alma (amor) se eleva (olvida), ¿sabes tú a dónde va?”.
Quienes fuimos niños que destripábamos juguetes buscando sin hallar su alma, incluso aunque seamos de ciencias, preferimos creer que incluso en cuerpos pequeños se agitan almas muy grandes, que sobrepasan los 21 gramos, defendiendo que la dimensión del alma sólo es la medida de amor que acumula y que el alma es un océano bajo la piel que sólo se llena con eternidad.
[Estaba cavilando sobre estas disquisiciones cuando mi consorte Carmen me llama para cenar. Le resumo mis reflexiones, pero como se le quema la sartén se vuelve a la cocina rezongando que lo que nadie ha determinado, hasta el momento, es cuánto pierden algunas viudas cuando fallecen sus pesados maridos,… en kilos y en años. Tanto pragmatismo desarma el misticismo de mi liviana alma. Termino para que no se me enfríe la cena. Ya saben: Primum vivere, deinde philosophare.]
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