¿Qué fue de las vocaciones perdidas? Ésa era la pregunta que insistentemente se planteaba nuestro personaje cuando alcanzó esa edad en la cual se aprecian las etapas de la vida anterior no como los preliminares de un lanzamiento hacia la Luna, sino como las camisas que las serpientes abandonan por cambios estacionales propios de la cronología de la supervivencia. Algunos no están a disgusto con su profesión, pero solamente unos pocos son afortunados que trabajan en lo que más les gusta. El sujeto pensaba que trabajar era algo más que ganarse la vida, por la simple razón de que hasta la fecha había podido "ganarse la vida" y había paladeado eso que llaman "realización". “Quizá sea temerario y futurista pedir realización para todos cuando ni siquiera hay trabajo para muchos”, se decía, pero el incauto proponía esa aspiración a sus alumnos y les inducía a elegir su destino.
Porque él no mantenía opciones imaginarias tomadas de ensoñaciones derivadas de una quiniela, hipótesis por demás absurda en su caso ya que, además de la teoría de las probabilidades, nunca jugaba al azar. Dos eran sus vocaciones predilectas, ambas amadas, aunadas, aliadas y andadas:
- Ser niño. Que siempre creyó era lo más genial, y que deberíamos continuar siéndolo para no reprimir nuestras capacidades de asombro y de aprendizaje; y
- Ser profesor. Que consideraba el máximo honor que la sociedad deposita en los más cabales custodios del mayor tesoro: la infancia que asegura el futuro.
Pero le surgían la nostalgia y la duda. Cada vez más frecuentemente. ¿Estamos acertando con la educación que desplegamos las familias y la escuela? Y recordaba tiempos pasados de eclosión educativa con creciente cariño que le dolía en su interior. Quizá había perdido aquella inocencia de la juventud, que tuvo por orgullo conservar y con la que, en alguna ocasión, hasta creyó que moriría. “Les sucede a todos”, pensó.
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