Más ruido que jueces

La justicia es la bondad medida al milímetro.

La sonada multa de 500 euros a cada uno de los once magistrados del Tribunal Constitucional condenados por el Supremo, por la inadmisible desidia de archivar un recurso de amparo sin examinarlo, ha sido la gota que colma el vaso. El público enfrentamiento entre los dos Tribunales superiores del Estado, que ha aflorado recientemente culmina un largo proceso de jueces estrellas y protagonistas de la información general y política, con resoluciones inverosímiles como la de acusar de negligente a un precario trabajador accidentado o dilucidar en función de la apariencia de una mujer agredida. Los jueces no deben decidir las disputas con arreglo a su entendimiento moral o político, sino actuar simplemente como funcionarios a quienes se encomienda el deber de aplicar las leyes. Aristóteles previno que “el amor o el odio hacen que el juez no conozca la verdad”. Cuando el magistrado se aparta de la letra de la ley, se convierte en legislador, cuando el deber de un juez es administrar la justicia, aunque su costumbre sea dirigirla. Ello es muy negativo, al igual que sucede en el deporte cuando la noticia recae en el árbitro y no en el juego.

El actual embrollo jurídico descubre la acendrada animadversión mutua, que se remonta a 1994 cuando la Sala de lo Civil del Supremo que ahora sanciona, solicitó al Rey que pusiese coto a “la invasión de competencias” por parte del Constitucional, acreditando los trasnochados rencores entre ambos tribunales. La ciudadanía queda espeluznada al advertir semejante conducta rencorosa de quienes se supone una serenidad ecuánime y una neutralidad cabal para cumplir su trascendente función.

Todo ello sin recordar actitudes como aquellas de las que hace gala el Presidente del Constitucional Jiménez de Parga, con una deliberada actuación no solamente partidista, sino extremadamente sectaria, prejuzgando célebres casos antes de iniciar su instrucción. La credibilidad de la Justicia en el Estado está muy devaluada para la ciudadanía, y más cuando se suma a una insoportable lentitud que frecuentemente la convierte en inoperante. Crece la percepción de inseguridad judicial en la sociedad, que renuentemente debe confiar en magistrados multados por negligencia manifiesta. En la justicia siempre ha habido un doble peligro: o por parte de la ley, o por parte de los jueces. Que no lleguemos al temor de Bertolt Brech: “Muchos jueces son absolutamente incorruptibles; nadie puede inducirles a hacer justicia”, cumpliéndose el Talmud: “¡Ay de la generación cuyos jueces merecen ser juzgados!”.

Desde el máximo respeto a la función de la judicatura, recordando el sentimiento de Lamennais, “cuando pienso que un hombre juzga a otro, siento un gran estremecimiento”, hemos de recordar y exigir a los jueces las funciones que les atribuía Sócrates: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. Y con humanidad, como resumió Cervantes: “Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mezclan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemencia dan luz de su buen entendimiento”.

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