El siglo XXI comienza a imponer innovadores talantes en política
El siglo XXI ha sido adelantado por intelectuales y futurólogos como el centenario que será ético o será el último, la época de la igualdad real de hombres y mujeres, la era del conocimiento, el tiempo de la sociedad civil, la centuria de las migraciones y la interculturalidad, o como el siglo de la paz. Muchos creemos firmemente que este periodo está destinado a convertirse en el siglo de los derechos humanos, porque este anhelo ha prendido en el corazón de la humanidad.
La ruta hacia esa utopía circula por veredas políticas, regidas por seres humanos y sometidas, allí donde la democracia existe, al sentir colectivo de las ciudadanías. El advenimiento del nuevo milenio amanece con leves, pero apreciables, cambios en los modos de hacer política que despuntan a escala autonómica, estatal e internacional. Los matices novedosos despuntan lenta pero palpablemente en cada convocatoria electoral. Los electorados en su transición hacia sociedades más justas y solidarias escogen, en procesos similares a los de la evolución natural descrita por Darwin, aquellas opciones que adoptan formas y fondos más aptos para la supervivencia colectiva en un nuevo tiempo donde nacientes creencias van extendiéndose.
Destaquemos únicamente dos ejes de modernización política, que marcan tendencias ganadoras: humanización e integración.
La humanización implica una voluntad política menos machista y más acorde con un mundo de mujeres y hombres, donde deben compartirse los valores de energía y afecto como universales y compatibles. La política es todavía un reducto donde predomina la testosterona belicosa, con graves efectos indeseables de arrogancia y prepotencia que abundan y reproducen estilos políticos rancios. Sólo una incorporación masiva de mujeres al debate político permitirá superar la agotada noria de la confrontación y de la violencia como único sistema de resolución de conflictos. Todas aquellas personas con vocación política harían bien en suavizar las formas, favorecer el entendimiento mutuo, crecer en generosidad y desplegar ese sentido extensivo de “familia humana” que tanto bien haría aplicado a la gestión de lo público.
La integración supone un giro copernicano en la dinámica política, significando un vuelco en los sistemas de alianzas necesarios para lograr las mayorías. Supone renunciar a la simple agregación de agentes parecidos para derrotar a los contrarios, para preferir acuerdos más fructíferos entre representantes contrapuestos que se articulan sobre aspectos comunes, para difuminar diferencias extremistas y alzarse con pactos fecundos de interés general. La integración construye puentes entre orillas, respetando voluntades legítimas, frente a obsoletas tácticas de trincheras y muros en vanos intentos de subyugar o ignorar a las minorías.
No nos detendremos en una revisión de las últimas modas impuestas, del estilo Bambi frente al Doberman, sea en versión tejana o en adaptación ibérica. La política del futuro requiere más progesterona, más inteligencia, cambio del paso de la oca al vals de opuestos, cambios de parejas, más bailes de conjunto que cabriolas a lo suelto, más pistas de baile, búsqueda de soluciones y no de culpables, más diálogo sin condiciones, más temperancia partidista, más democracia interna y externa, menos militarización y más civilización. En definitiva, la victoria de las almas sobre las armas.
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