Enero es un mes especial, por ser el primero. Hemos de cerrar el pasado ejercicio anual y sentar las bases del nuevo año. Sentimos que los años pasan y que es necesario extraer, al menos, una evocación y una lección para acumular eso que se llama experiencia a lo largo de la vida. Nuestras vidas están jalonadas de ellos, de aprendizajes y de recuerdos.
Una buena costumbre, que algunos seguimos desde hace décadas, es elegir “el mejor momento” de cada año. Con un poco de práctica, hemos desarrollado un sexto sentido que nos alerta si vivimos algo extraordinario y que nos sugiere almacenarlo en nuestra memoria como un hito de nuestra historia personal. Se trata de algo muy íntimo, más allá de las solemnes celebraciones de bodas, bautizos y comuniones, que naturalmente merecen y siempre mantienen toda su resonancia.
Son instantes que pasan desapercibidos para los demás, como una sorpresa o el simple incidente de un aguacero que te lleva a refugiarte en la propia piscina bajo un puentecito, con tus familiares y amigos, un día cualquiera del verano. En medio de las risas, un clic interior te advierte: “Esto, algo tan trivial, es la felicidad”. Lo mismo sucede con los comentarios o anécdotas que escuchas continuamente. De pronto, alguna te llega al alma y piensas: “Esto encierra una gran verdad”.
Necesitamos estas colecciones de amuletos espirituales y anclas privativas de nuestro pasado, de hace uno, diez o veinte años. Al final, no rememoramos días, sólo instantes. Son enseñanza, ánimo y consuelo para reflexionar con más prudencia, para actuar con más decisión, para aprender mejor cómo vivir.
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