Ascensor al cielo
Para subir al cielo,… la NASA planea construir un sorprendente montacargas.
La ciencia y la tecnología parecen acercarnos a la utopía humana imaginada y al prometido paraíso divino. El olimpo de los dioses -o la gloria celestial- era la comunión de todos los santos, reunidos y hablando simultánea y paralelamente entre sí, es decir, algo más sofisticado pero similar a chatear y navegar por Internet. Pero quedaba llegar al nirvana, porque lo más difícil y laborioso era asegurarse un puesto en el edén… Ahora la NASA nos invita a subir plácidamente al cielo mediante un ascensor sin brusquedad ni incomodidad alguna, desde la atmósfera terrestre hasta una órbita geoestacionaria, posiblemente para surcar el espacio… hacia otro ascensor que nos descienda sobre cualquier otro satélite o planeta, siendo la Luna o Marte los primeras destinos previstos.
Lo que comenzó como un cuento, las habichuelas mágicas que crecían por encima de las nubes y por las que Juanito trepaba, pasó luego a ser el estribillo de la bamba: “Para subir al cielo, se necesita una escalera grande….”. Fue a finales de los años 70, cuando el escritor de ciencia ficción Sir Arthur C. Clarke imaginó y sentó las bases de los elevadores espaciales en su obra “Las fuentes del Paraíso”.
Estos días, en la 3ª Conferencia Internacional sobre el “Space Elevator” celebrada en Washington entre el 28 y el 30 de Junio de 2004, demuestra que el proyecto es factible, sin insalvables impedimentos físicos ni económicos. El ascensor se deslizará con motores de levitación magnética, asido a un cable fortísimo pero liviano, construido con nanotubos de carbono. Toda su masa, de apenas unas decenas de toneladas, quedaría sustentada por el giro de la Tierra si su longitud es justamente de 143.800 Km., por la aceleración centrífuga del tramo más allá de los 36.000 Km., la altura de las órbitas geoestacionarias (si dispone de tiempo suficiente, vea los cálculos en http://www.zadar.net/space-elevator/). El punto de anclaje deberá estar sobre cualquier punto del Ecuador terrestre, incluso partiendo de una plataforma en el mar.
Definitivamente resulta más viable subir a los cielos que descender a los infiernos, porque el viaje al centro de la Tierra aún no tiene fecha, ni técnica verosímil, ni se venden pasajes. Parece que, finalmente, los proverbios celestiales se cumplirán: El cielo es para aquellos que piensan en él, o el cielo ya está en la tierra, pero hay que saber encontrarlo. De todas las citas, destaca una de Ignacio de Loyola: ¡Qué pequeña me parece la Tierra cuando miro al Cielo! Tras esta noticia, algunos terrícolas sentimos aún más admiración por el espacio y más devoción por el cielo.
La ciencia y la tecnología parecen acercarnos a la utopía humana imaginada y al prometido paraíso divino. El olimpo de los dioses -o la gloria celestial- era la comunión de todos los santos, reunidos y hablando simultánea y paralelamente entre sí, es decir, algo más sofisticado pero similar a chatear y navegar por Internet. Pero quedaba llegar al nirvana, porque lo más difícil y laborioso era asegurarse un puesto en el edén… Ahora la NASA nos invita a subir plácidamente al cielo mediante un ascensor sin brusquedad ni incomodidad alguna, desde la atmósfera terrestre hasta una órbita geoestacionaria, posiblemente para surcar el espacio… hacia otro ascensor que nos descienda sobre cualquier otro satélite o planeta, siendo la Luna o Marte los primeras destinos previstos.
Lo que comenzó como un cuento, las habichuelas mágicas que crecían por encima de las nubes y por las que Juanito trepaba, pasó luego a ser el estribillo de la bamba: “Para subir al cielo, se necesita una escalera grande….”. Fue a finales de los años 70, cuando el escritor de ciencia ficción Sir Arthur C. Clarke imaginó y sentó las bases de los elevadores espaciales en su obra “Las fuentes del Paraíso”.
Estos días, en la 3ª Conferencia Internacional sobre el “Space Elevator” celebrada en Washington entre el 28 y el 30 de Junio de 2004, demuestra que el proyecto es factible, sin insalvables impedimentos físicos ni económicos. El ascensor se deslizará con motores de levitación magnética, asido a un cable fortísimo pero liviano, construido con nanotubos de carbono. Toda su masa, de apenas unas decenas de toneladas, quedaría sustentada por el giro de la Tierra si su longitud es justamente de 143.800 Km., por la aceleración centrífuga del tramo más allá de los 36.000 Km., la altura de las órbitas geoestacionarias (si dispone de tiempo suficiente, vea los cálculos en http://www.zadar.net/space-elevator/). El punto de anclaje deberá estar sobre cualquier punto del Ecuador terrestre, incluso partiendo de una plataforma en el mar.
Definitivamente resulta más viable subir a los cielos que descender a los infiernos, porque el viaje al centro de la Tierra aún no tiene fecha, ni técnica verosímil, ni se venden pasajes. Parece que, finalmente, los proverbios celestiales se cumplirán: El cielo es para aquellos que piensan en él, o el cielo ya está en la tierra, pero hay que saber encontrarlo. De todas las citas, destaca una de Ignacio de Loyola: ¡Qué pequeña me parece la Tierra cuando miro al Cielo! Tras esta noticia, algunos terrícolas sentimos aún más admiración por el espacio y más devoción por el cielo.
El que deja de ser amigo... es que nunca lo fue
Piel de miel
Seamos conscientes de la nuestra influencia sobre las personas con quienes nos cruzamos en la vida.
Mientras desayunaba, he leído el sugestivo mensaje publicitario del frasco de miel: “Para traerle a usted esta miel, las abejas han recogido el néctar de cinco millones de flores y han volado 240.000 Km., lo que equivale a dar seis veces la vuelta al mundo”. Me quedo un rato pensativo: Una abeja obrera vuela a 20 Km/h revoloteando sus alas 11.400 veces por segundo, consume una energía que le hace perder la tercera parte de su peso, realiza unas 15 excursiones al día visitando en cada una más de 100 flores, y a lo largo de toda su vida - menor de 2 meses- produce solamente la décima parte de una cucharada de miel. De repente, la tostada con melaza de brezo de mi amigo Antxon parece que nos invita a una reflexión.
Pocas veces somos conscientes de toda la historia de un objeto, o de todo el pasado de cada persona con la que nos cruzamos. Ante una pirámide o una catedral sí percibimos la voluntad de tantas vidas y de tantas generaciones, pero el esfuerzo acumulado de quienes conviven con nosotros pasa más desapercibido. El médico que nos atiende o la profesora que nos enseña han debido recorrer un largo camino de preparación y experiencia para orientarnos acertadamente con un atinado consejo.
Cada uno de nosotros recibe constantemente el influjo de cientos de otros seres humanos, vivos o muertos. Nuestras decisiones nos han construido como somos, pero también y en gran medida nos han forjado nuestros progenitores, nuestros familiares, nuestros maestros, nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestras lecturas, a veces escritas por autores de hace muchos siglos…
Advirtamos el poderoso efecto de nuestras actitudes y de cada uno de nuestros actos cotidianos sobre otras personas en el futuro inmediato, medio o remoto. En nuestras vidas insignificantes poseemos más trascendencia de la que suponemos. Nosotros no perduraremos, pero sí nuestros hijos y los frutos de nuestras obras. Hagamos el bien, diez o cien veces al día, sembremos una mies de miel sin hiel, como esa fiel piel de un ser querido que nos da la mano para caminar juntos hacia la eternidad. Porque cada miel y cada piel contienen una larga historia detrás de su dulzura.
Mientras desayunaba, he leído el sugestivo mensaje publicitario del frasco de miel: “Para traerle a usted esta miel, las abejas han recogido el néctar de cinco millones de flores y han volado 240.000 Km., lo que equivale a dar seis veces la vuelta al mundo”. Me quedo un rato pensativo: Una abeja obrera vuela a 20 Km/h revoloteando sus alas 11.400 veces por segundo, consume una energía que le hace perder la tercera parte de su peso, realiza unas 15 excursiones al día visitando en cada una más de 100 flores, y a lo largo de toda su vida - menor de 2 meses- produce solamente la décima parte de una cucharada de miel. De repente, la tostada con melaza de brezo de mi amigo Antxon parece que nos invita a una reflexión.
Pocas veces somos conscientes de toda la historia de un objeto, o de todo el pasado de cada persona con la que nos cruzamos. Ante una pirámide o una catedral sí percibimos la voluntad de tantas vidas y de tantas generaciones, pero el esfuerzo acumulado de quienes conviven con nosotros pasa más desapercibido. El médico que nos atiende o la profesora que nos enseña han debido recorrer un largo camino de preparación y experiencia para orientarnos acertadamente con un atinado consejo.
Cada uno de nosotros recibe constantemente el influjo de cientos de otros seres humanos, vivos o muertos. Nuestras decisiones nos han construido como somos, pero también y en gran medida nos han forjado nuestros progenitores, nuestros familiares, nuestros maestros, nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestras lecturas, a veces escritas por autores de hace muchos siglos…
Advirtamos el poderoso efecto de nuestras actitudes y de cada uno de nuestros actos cotidianos sobre otras personas en el futuro inmediato, medio o remoto. En nuestras vidas insignificantes poseemos más trascendencia de la que suponemos. Nosotros no perduraremos, pero sí nuestros hijos y los frutos de nuestras obras. Hagamos el bien, diez o cien veces al día, sembremos una mies de miel sin hiel, como esa fiel piel de un ser querido que nos da la mano para caminar juntos hacia la eternidad. Porque cada miel y cada piel contienen una larga historia detrás de su dulzura.
Viajes baratos al pasado
Mi pantalón de la suerte
La historia verídica de una prenda que fue el talismán para estudiar una difícil carrera.
Aunque no soy supersticioso, he de reconocer que debo mi licenciatura a una prenda de vestir. En casa nunca nos faltó nada hasta la muerte prematura de nuestra madre. Luego la dura ausencia del cariño maternal, se compensó con los cuidados de nuestro padre y de una tía abuela. El dinero no sobraba, y entre mis agridulces recuerdos infantiles siempre destacarán unas indestructibles botas negras que calcé durante años, en invierno y en verano, y un abrigo azul demasiado grande, heredado de algún pariente y que siempre aborrecí con vehemencia.
Al llegar a la universidad con ayuda de las becas, debimos hacernos responsables de nuestro propio vestuario con pequeños trabajos de clases particulares. Recuerdo que durante casi los tres primeros años de carrera contaba únicamente con unos pantalones de color beige, que mensualmente lavaba, planchaba y secaba en domingo. Aquellos pantalones repetidos día a día me avergonzaban, y en mi aula prefería no pasearme, y menos aún salir hasta la cafetería universitaria que nunca visité.
Para que no se viesen mis viejos pantalones, me quedaba a repasar los apuntes entre clase y clase. Llegaba pronto, me sentaba en mi sitio y nunca me levantaba hasta concluir todo el horario. Descubrí que así era muy fácil superar las asignaturas, con aquella labor constante e inmediata. Bastó aquel hábito de ordenar y revisar los apuntes en los tiempos muertos para concluir con el mejor expediente de la promoción la licenciatura en física teórica, sin apenas estudiar fuera de la facultad. En casa me dedicaba a leer incansablemente novelas prestadas por la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta, y mi única mesa de trabajo fue una liviana tabla de madera colocada entre los brazos de una anticuada e incómoda silla.
Nuestros hijos y muchos de los jóvenes de hoy disponen de amplios cuartos individuales, docenas de ropajes, libros y ordenadores por doquier. Pero me queda la duda de si hemos sabido transmitirles debidamente aquel afán por la lectura, aquella convicción presentida de que el único camino de progreso y felicidad es el trabajo y el estudio a lo largo de la vida. ¿Dónde pueden encontrarse pantalones como aquéllos, que no sientan bien, que te sientan al banco del esfuerzo, pero que te catapultan hacia el apasionante descubrimiento del sentido de una vida responsable, comprometida y dedicada a la vocación y a la cultura?
Aunque no soy supersticioso, he de reconocer que debo mi licenciatura a una prenda de vestir. En casa nunca nos faltó nada hasta la muerte prematura de nuestra madre. Luego la dura ausencia del cariño maternal, se compensó con los cuidados de nuestro padre y de una tía abuela. El dinero no sobraba, y entre mis agridulces recuerdos infantiles siempre destacarán unas indestructibles botas negras que calcé durante años, en invierno y en verano, y un abrigo azul demasiado grande, heredado de algún pariente y que siempre aborrecí con vehemencia.
Al llegar a la universidad con ayuda de las becas, debimos hacernos responsables de nuestro propio vestuario con pequeños trabajos de clases particulares. Recuerdo que durante casi los tres primeros años de carrera contaba únicamente con unos pantalones de color beige, que mensualmente lavaba, planchaba y secaba en domingo. Aquellos pantalones repetidos día a día me avergonzaban, y en mi aula prefería no pasearme, y menos aún salir hasta la cafetería universitaria que nunca visité.
Para que no se viesen mis viejos pantalones, me quedaba a repasar los apuntes entre clase y clase. Llegaba pronto, me sentaba en mi sitio y nunca me levantaba hasta concluir todo el horario. Descubrí que así era muy fácil superar las asignaturas, con aquella labor constante e inmediata. Bastó aquel hábito de ordenar y revisar los apuntes en los tiempos muertos para concluir con el mejor expediente de la promoción la licenciatura en física teórica, sin apenas estudiar fuera de la facultad. En casa me dedicaba a leer incansablemente novelas prestadas por la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta, y mi única mesa de trabajo fue una liviana tabla de madera colocada entre los brazos de una anticuada e incómoda silla.
Nuestros hijos y muchos de los jóvenes de hoy disponen de amplios cuartos individuales, docenas de ropajes, libros y ordenadores por doquier. Pero me queda la duda de si hemos sabido transmitirles debidamente aquel afán por la lectura, aquella convicción presentida de que el único camino de progreso y felicidad es el trabajo y el estudio a lo largo de la vida. ¿Dónde pueden encontrarse pantalones como aquéllos, que no sientan bien, que te sientan al banco del esfuerzo, pero que te catapultan hacia el apasionante descubrimiento del sentido de una vida responsable, comprometida y dedicada a la vocación y a la cultura?
Docentes decentes
Una anécdota para reconocer a nuestros maestros más diestros.
La noticia imposible es aquella que no es noticia porque acontece repetidamente, en miles de lugares, todos los días, con millones de protagonistas, de miles de formas distintas. No es noticia ni pueden ser identificados el quién, el cómo, el cuándo, el dónde, el por qué, el para qué,… Los intérpretes de tantas noticias imposibles son todos esos “anónimos héroes y heroínas”: padres y madres que preparan el desayuno para sus hijos, quienes conducen los autobuses o trenes para llevarnos a trabajar, quienes desempeñan funciones esenciales aunque desconocidas para que dispongamos de agua, luz o correo, o quienes nos auxilian en situaciones de dolor o emergencia.
Una de las categorías más nutridas de quijotes desconocidos es el profesorado. Cada día escolar, en miles de aulas, millares de profesoras y profesores han educado a millones de alumnas y alumnos. Su loable trabajo debe merecer el máximo respeto de toda la ciudadanía, pues no en vano les encomendamos nuestro bien más preciado: nuestros hijos e hijas, nuestra juventud que son nuestro único futuro.
Reina la profesionalidad entre nuestro profesorado, pero aún cabe proseguir avanzando hacia máximas cotas de perfeccionamiento y excelencia que sólo proporciona la acendrada vocación del magisterio. En todo proceso de enseñanza-aprendizaje el método insuperable es el ejemplo. Incluso entre colegas pedagogos, el ejemplo del profesor provisor y promotor de buenas prácticas docentes es el mejor probador y verificador del camino que todos hemos de seguir.
Recientemente he sido testigo de uno de esos aldabonazos a nuestra conciencia didáctica, por parte de un colega. En estas fechas de exámenes, inopinadamente se presentó un alumno libre para realizar un examen final de un ciclo de formación profesional. Generalmente su preparación es deficiente, y en pocas ocasiones logran superar la evaluación que han preparado por su cuenta en difíciles condiciones de compatibilizar trabajo y estudios. Ante la sorpresa de su inesperada presencia, el alumno hubo de esperar una hora en la secretaría del centro, mientras el departamento aludido elegía una prueba para la ocasión.
Se pidió que pasase el nervioso alumno, y alguien sugirió que para controlar el ejercicio, el alumno se quedase en un rincón de la amplia sala de profesores. El alumno, al oír la propuesta, se puso aún más angustiado mirando alrededor de aquel escenario, cómodo para el profesorado pero perturbador para el alumnado. Entonces, un admirable colega de ésos que valen su peso en oro, nos dio una lección a todos. Dirigiéndose al alumno, y mientras le acompañaba de nuevo hacia la puerta, le dijo: “Vamos mejor a un aula, porque todo este instituto y todos los profesores estamos aquí para ayudar a alumnos como tú”. No sé qué les pasó a los demás, pero un detalle así a algunos nos deja sobrecogidos al reconocer a un educador motivado, que se siente responsable de todo su alumnado, y que sabe perfectamente a qué dedica su vida.
La noticia imposible es aquella que no es noticia porque acontece repetidamente, en miles de lugares, todos los días, con millones de protagonistas, de miles de formas distintas. No es noticia ni pueden ser identificados el quién, el cómo, el cuándo, el dónde, el por qué, el para qué,… Los intérpretes de tantas noticias imposibles son todos esos “anónimos héroes y heroínas”: padres y madres que preparan el desayuno para sus hijos, quienes conducen los autobuses o trenes para llevarnos a trabajar, quienes desempeñan funciones esenciales aunque desconocidas para que dispongamos de agua, luz o correo, o quienes nos auxilian en situaciones de dolor o emergencia.
Una de las categorías más nutridas de quijotes desconocidos es el profesorado. Cada día escolar, en miles de aulas, millares de profesoras y profesores han educado a millones de alumnas y alumnos. Su loable trabajo debe merecer el máximo respeto de toda la ciudadanía, pues no en vano les encomendamos nuestro bien más preciado: nuestros hijos e hijas, nuestra juventud que son nuestro único futuro.
Reina la profesionalidad entre nuestro profesorado, pero aún cabe proseguir avanzando hacia máximas cotas de perfeccionamiento y excelencia que sólo proporciona la acendrada vocación del magisterio. En todo proceso de enseñanza-aprendizaje el método insuperable es el ejemplo. Incluso entre colegas pedagogos, el ejemplo del profesor provisor y promotor de buenas prácticas docentes es el mejor probador y verificador del camino que todos hemos de seguir.
Recientemente he sido testigo de uno de esos aldabonazos a nuestra conciencia didáctica, por parte de un colega. En estas fechas de exámenes, inopinadamente se presentó un alumno libre para realizar un examen final de un ciclo de formación profesional. Generalmente su preparación es deficiente, y en pocas ocasiones logran superar la evaluación que han preparado por su cuenta en difíciles condiciones de compatibilizar trabajo y estudios. Ante la sorpresa de su inesperada presencia, el alumno hubo de esperar una hora en la secretaría del centro, mientras el departamento aludido elegía una prueba para la ocasión.
Se pidió que pasase el nervioso alumno, y alguien sugirió que para controlar el ejercicio, el alumno se quedase en un rincón de la amplia sala de profesores. El alumno, al oír la propuesta, se puso aún más angustiado mirando alrededor de aquel escenario, cómodo para el profesorado pero perturbador para el alumnado. Entonces, un admirable colega de ésos que valen su peso en oro, nos dio una lección a todos. Dirigiéndose al alumno, y mientras le acompañaba de nuevo hacia la puerta, le dijo: “Vamos mejor a un aula, porque todo este instituto y todos los profesores estamos aquí para ayudar a alumnos como tú”. No sé qué les pasó a los demás, pero un detalle así a algunos nos deja sobrecogidos al reconocer a un educador motivado, que se siente responsable de todo su alumnado, y que sabe perfectamente a qué dedica su vida.
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