Todos somos campanas, unos de bronce, otros de barro. A veces repicamos juntos, otras por separado. Nuestro tilín o tolón es tan variado...
Todos sonamos, pero no hay dos campanas que suenen igual. El refrán asegura que cada campana suena según el metal del que está hecha. Incluso la misma campana no suena igual todos los días. Algunos se creen campanarios de comarca; otros nos sabemos campanillas de hojalata. Todos sonamos distintos, pero todos somos campanas.
Somos sonajeros, cascabeles y cencerros. Sonidos que se entrecruzan, condescendientes con la diversidad de los tañidos. Si la campana de la intolerancia doblase por uno, doblaría por todos. Somos campanas que se suman, que se comprenden, que se aceptan, y que se necesitan. El poeta inglés John Donne apuntó: "Nadie es una isla; cada persona es una parte de la Tierra; la muerte de cualquiera me disminuye, porque estoy ligado a la Humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti."
Las campanas nos saludan al nacer, y nos acompañan al cementerio. Las campanas, al igual que los vinos añejos, se afinan al envejecer. Su canto se torna más amplio y más sutil; pierden sus sonidos agrios y sus tonos verdes. Cuanto más alto es el campanario, más puro es el sonido de la campana. Un alma se mide por las dimensiones de sus deseos, como se juzga una catedral por la altura de sus campanarios. Pongamos nuestra campana, grande o pequeña, en alto.
Todos somos campanas, a veces calladas, o cansadas, quizás calmadas, acaso paradas, tal vez cantadas, pero nunca calcadas. Todos oímos campanas y no sabemos de dónde provienen. Una procede de muy dentro, del recóndito interior de nuestra alma. Dejemos que resuene limpia, propia, firme y clara.
Todos sonamos, pero no hay dos campanas que suenen igual. El refrán asegura que cada campana suena según el metal del que está hecha. Incluso la misma campana no suena igual todos los días. Algunos se creen campanarios de comarca; otros nos sabemos campanillas de hojalata. Todos sonamos distintos, pero todos somos campanas.
Somos sonajeros, cascabeles y cencerros. Sonidos que se entrecruzan, condescendientes con la diversidad de los tañidos. Si la campana de la intolerancia doblase por uno, doblaría por todos. Somos campanas que se suman, que se comprenden, que se aceptan, y que se necesitan. El poeta inglés John Donne apuntó: "Nadie es una isla; cada persona es una parte de la Tierra; la muerte de cualquiera me disminuye, porque estoy ligado a la Humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti."
Las campanas nos saludan al nacer, y nos acompañan al cementerio. Las campanas, al igual que los vinos añejos, se afinan al envejecer. Su canto se torna más amplio y más sutil; pierden sus sonidos agrios y sus tonos verdes. Cuanto más alto es el campanario, más puro es el sonido de la campana. Un alma se mide por las dimensiones de sus deseos, como se juzga una catedral por la altura de sus campanarios. Pongamos nuestra campana, grande o pequeña, en alto.
Todos somos campanas, a veces calladas, o cansadas, quizás calmadas, acaso paradas, tal vez cantadas, pero nunca calcadas. Todos oímos campanas y no sabemos de dónde provienen. Una procede de muy dentro, del recóndito interior de nuestra alma. Dejemos que resuene limpia, propia, firme y clara.
Versión final en: mikel.agirregabiria.net/2006/campanas.htm