La conquista del Norte

La conquista del Oeste fue una hazaña que el cine norteamericano elevó a la categoría de mito. Ahora asistimos, imperceptiblemente, a la invasión de otros puntos cardinales.

El ser humano despuntó cuando los primitivos homínidos comenzaron a emigrar. La raza humana, a lo largo de la historia y a través de sus individuos más idealistas y adelantados, ha buscado los lugares de la Tierra donde era más fácil sobrevivir. Este éxodo es tan imparable como el progreso de la humanidad, al que ha contribuido decisivamente.

La emigración es el proceso de vasos comunicantes de las sociedades. Si en una zona hay abundancia de oportunidades, ese mismo potencial de riqueza llama y reclama su ocupación por parte de sus vecinos, más o menos alejados. Las distancias se han acortado por la globalización mundial, y la información planetaria descubre para todos los paraísos y los infiernos terrenales.

Los imperios se expandieron, alcanzaron su cenit… hasta ser invadidos y superados por ‘bárbaros’ con mayor vitalidad. Aquellos procesos de violencia extrema, han ido adoptando formas modernas más pacíficas de transición por emigración donde los pueblos más pobres buscan el acceso al bienestar y a la democracia huyendo de sus países de origen, aprendiendo a convivir en libertad y, quizá pronto, regresando a sus orígenes para revitalizar sus propias realidades sociales.

Por la misma causa principal que impele a desplazarse, los emigrantes han sido y son, casi siempre, pobres. Y los humildes, en todas partes, han sido injustamente tratados y aún más injustamente comprendidos, especialmente por los desorientados en su ignorancia o envanecidos por su posición. Sólo con cultura general, talante solidario y perspectiva histórica podremos comprender la inmensa aportación que representa la inmigración. Únicamente mediante una progresiva incorporación de estos refuerzos humanos podrán prolongarse las civilizaciones donde habitamos quienes falsamente “nos consideramos” superiores.

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La mejor inversión: Los hijos

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El arte de educar


Este relato, divulgado en un vídeo, está basado en una obra titulada “Tres cartas de Teddy”, escrita en 1976 por Elizabeth Ballard.

El primer día de clase, la profesora de 5º de Primaria se presentó ante su clase, recorrió con la mirada a todo su alumnado y solemnemente les dijo… una mentira piadosa: “Que les iba a tratar a todos por igual”. Sin embargo, eso era imposible porque en la primera fila, aburrido y sentado junto a ella, estaba Teddy. La maestra ya conocía a Teddy desde el año pasado, y había visto que no jugaba con sus condiscípulos. Teddy venía desaliñado, pedía salir al baño continuamente y podía ser muy molesto en clase. El cuaderno de Teddy era un desastre, y aparecían tachados en rojo los pocos ejercicios que traía realizados de casa.

Al revisar los historiales de todos sus alumnos, la tutora se llevó una sorpresa con el de Teddy. Su profesora de 1º lo mencionaba como un excelente alumno y buen compañero. La de 2º curso reiteraba su aprecio, pero comentaba que la enfermedad terminal de su madre le estaba afectando. La tutora de 3º indicaba que la muerte de su madre había sido un duro golpe para Teddy. Su profesora de 4º apuntaba que el desinterés de Teddy por lo que sucedía en clase era total y concluía que estaba muy retrasado.

La profesora comprendió a Teddy y se entristeció aún más cuando al llegar la navidad todos sus alumnos le llevaron algún obsequio cuidadosamente envuelto en papel de regalo. Todos… excepto Teddy, que llevó una arrugada bolsa de supermercado. Con temor sobre lo que contuviese, la profesora lo abrió en medio de clase: Una vieja pulsera a la que faltaban algunas piedras de bisutería y un frasco usado de colonia. Algunos niños se rieron, pero la tutora se puso el brazalete y se humedeció con perfume la muñeca. Aquel día, Teddy se quedó hasta que los demás alumnos se fueron y le confesó a su maestra que “Hoy usted huele como mi madre”. Aquella noche en su casa, la profesora lloró durante más de una hora.

Desde aquel día, aquella docente dejó de enseñar y se dedicó a educar. Prestó una especial atención a Teddy, y pronto se vio gratificada con su progreso. Al año siguiente, recibió una nota de Teddy donde le decía que ella era la mejor profesora que él había conocido. Seis años más tarde, le llegó una carta donde repetía que no había descubierto mejor profesora en todo el bachillerato. Años más tarde, otro documento reiteraba que ella seguía siendo su educadora favorita, y en la firma figuraba un tal Doctor Theodore.

La historia no acaba así. Teddy le pidió que fuese su madrina de boda. Ella aceptó y se engalanó con la pulsera incompleta y aquel perfume que a él le recordaba las últimas navidades con su madre. Después de la ceremonia, Teddy dijo estas palabras al oído de su maestra: “¡Gracias por creer en mí, por confiar en que yo podría ser diferente!”. Su profesora, con lágrimas en los ojos, le susurró: “Teddy, yo te agradezco que tú me convencieses de que yo podía ser diferente. Hasta que te conocí, no aprendí a educar”.
Los educadores, los progenitores, los adultos nunca sabemos el impacto que puede tener en el futuro nuestras acciones,… o nuestras omisiones. Consideremos esta realidad, e intentemos influir positivamente en la vida de los demás, especialmente de los más jóvenes. Enseñar quizá sea la última artesanía, algo que ha evolucionado con el paso de los siglos, pero que sigue requiriendo profesionalidad y vocación.

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