Aparentaba tener unos cuarenta años. Los ojos rojos, pero sonreía. Un mendigo negro, así alguien lo describiría. Alto, delgado, pero con mucha ropa amontonada. Hacía frío, y llovía. Se había asomado a la valla y, al ver salir al joven aparejador con el casco, se le acercó. Pidió trabajar en la obra, de cualquier cosa, sólo para pagarse un alojamiento donde dormir. Respetuoso, sólo quería empezar, "ahora mismo" dijo. Insistió, acabada de venir de Madrid. En Bilbao encontraría trabajo, le habían dicho. En la construcción, tenía alguna experiencia. El técnico le dijo que lo intentaría. El inmigrante se lo agradeció. Que volviese mañana. Y el africano se alejó. El arquitecto técnico, de sólo 22 años, estaba en los inicios de su carrera y nunca había visto tan de cerca la pobreza. Parecía ser muy buena persona aquel hombre maltratado por la vida en dos continentes. Seguro que nadie merece estar así, sin saber qué cenaría o dónde descansaría aquella noche. Habló con su colega más experimentada. Lo comentaron con la subcontrata. Sería difícil. Una tristeza profunda le invadió al pensar que él tenía una casa (la de sus padres) para vivir. Nunca olvidará la cara del desempleo, de la miseria, de la desigualdad. Algo se me había roto, aquella tarde oscura y lluviosa. Luego, comprendió. No era la crisis,... O, al menos, no la reciente, por grave que fuese. Eran siglos, milenios de injusticia. No bastaba facilitar un folleto con la Guía de Recursos Sociales. Ya era hora de empezar a despertar, a construir un mundo mejor, con todas las personas, entre todas, para todas, para las de aquí y las de allá, allí y acá.
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