La felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace. La tesis central plantea que hay tres rutas diferentes hacia la felicidad. La primera es la vida agradable, que consiste en tener tantos placeres como sea posible y poseer las habilidades de amplificar esos placeres. Ésta es, por supuesto, la única clase verdadera de felicidad según Hollywood. En segundo lugar, la vida buena, que consiste en saber cuáles son tus fortalezas personales (las de tu carácter) para después reencaminar tu trabajo, amor, amistad, ocio y afectos utilizando dichos puntos fuertes para conseguir más flujo en la vida. La tercera es la vida con sentido, que consiste en poner las fortalezas de tu carácter al servicio de algo que consideras que es mucho más importante que tu propio pellejo. De : Placer, sentido y eudaimonia. La felicidad auténtica, según Martin E. P. Seligman
La felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace. La tesis central plantea que hay tres rutas diferentes hacia la felicidad. La primera es la vida agradable, que consiste en tener tantos placeres como sea posible y poseer las habilidades de amplificar esos placeres. Ésta es, por supuesto, la única clase verdadera de felicidad según Hollywood. En segundo lugar, la vida buena, que consiste en saber cuáles son tus fortalezas personales (las de tu carácter) para después reencaminar tu trabajo, amor, amistad, ocio y afectos utilizando dichos puntos fuertes para conseguir más flujo en la vida. La tercera es la vida con sentido, que consiste en poner las fortalezas de tu carácter al servicio de algo que consideras que es mucho más importante que tu propio pellejo. De : Placer, sentido y eudaimonia. Amistades de kilómetro cero: elogio del alma de barrio
En tiempos en que los algoritmos eligen por nosotros hasta la canción de la mañana, mantener una amistad de kilómetro cero es casi un acto de resistencia ecológica y emocional: Como cultivar tomates en la terraza en vez de comprarlos envasados. Estas amistades, muy cercanas en distancia, requieren cuidado, tiempo y una saludable obstinación contra la prisa digital. Este post es un homenaje al vecindario que te presta sal (y escucha tus penas).
Hay una pregunta que la modernidad líquida —esa que tanto le gustaba a Bauman (posts esenciales)— se empeña en hacernos olvidar: ¿Cuántos cafés has tomado este mes con alguien que viva a menos de diez minutos andando? Si la respuesta es “ninguno” o “¿cuenta el repartidor de pizzas?”, quizá sea momento de reivindicar lo que los comerciantes llaman “producto de kilómetro cero”, pero aplicado a algo infinitamente más nutritivo: las amistades.
La paradoja del infinito hiperconectado. Vivimos en la era donde puedes mantener una conversación de WhatsApp con alguien en Tokio mientras ignoramos olímpicamente al vecino del quinto. Coleccionamos contactos como quien acumula puntos de fidelización: muchos, dispersos, y vagamente inútiles cuando realmente los necesitas. Virginia Woolf (posts) escribió que “la amistad es uno de los mayores placeres de la vida”, pero se olvidó de añadir el asterisco: "Especialmente si no requiere tres autobuses y planificación con quince días de antelación".
Filosofía y esquina. No es nueva la idea de que la amistad es un bien mayor. Aristóteles habló de la amistad como una condición para la vida buena: forma parte de la ética de quienes desean el bien del otro por sí mismo. Aristóteles (posts) —ese señor que tenía razón en casi todo menos en física— decía que la amistad necesita “convivencia”. No Instagram, no videollamadas programadas: convivencia.
Compartir tiempo sin mayor propósito que el tiempo mismo. Y seamos sinceros: ¿cuándo fue la última vez que fuiste “espontáneo” con alguien que vive en otra punta de la ciudad? La espontaneidad murió en algún lugar entre el “¿qué tal el miércoles que viene?” y el “mejor lo dejamos para después del puente”.
El milagro cotidiano. Frente a las amistades globales y digitales, las amistades de proximidad —esas que viven a dos portales o a una calle— conservan una textura táctil: menos “pixeladas” y más inmediatas. Un “¿bajo a por un café?” puede valer más que cien mensajes de voz. La amistad de proximidad te permite recuperar el lujo de la pereza social: ese “me paso un rato” que no requiere ducha, cambio de ropa semi-formal ni planificación familiar. Es el antídoto contra la tiranía de la productividad aplicada hasta a las relaciones humanas.
Del barrio al pensamiento. Lo que aprendemos a pocos pasos del felpudo suele ser el material humano más sólido que luego aplicamos en otros ámbitos. Como escribió Italo Calvino, las ciudades son tejidos de memorias, deseos y trueques —una manera de decir que la vida urbana es, ante todo, relación. Las amistades locales son los hilos que sostienen esa trama.
La amistad de kilómetro cero es la que te conoce en chándal, con resaca, un martes cualquiera. Es la que no necesita versión editada de tu vida porque ha visto el making-of completo. Como decía Montaigne sobre su amigo La Boétie: “porque era él, porque era yo”. Y podríamos añadir: porque vivíamos a dos calles.
Pequeños rituales. Saludos en la escalera, la conversación en la panadería, ese banco en el parque: las afinidades que Montaigne celebró brotan sin planes maestros. Montaigne, en su clásico ensayo sobre la amistad, nos recuerda que la amistad perfecta surge sin otro propósito que ser ella misma.
Una amistad sostenible. Si hablamos de sostenibilidad, la proximidad también es un principio aplicable a los afectos: bajo consumo emocional, retorno inmediato, menor huella logística. No todo afecto necesita envío exprés: algunos abrazos se recogen en la panadería.
Proust (posts) necesitó siete tomos para explicar cómo funciona la memoria y el afecto, pero quizá la respuesta era más simple: hace falta estar cerca. Las grandes conversaciones no surgen en cenas programadas con dos semanas de antelación; emergen en esos cafés de “cinco minutos que se convierten en dos horas”, en esos paseos sin rumbo, en ese “sube que tengo que contarte algo” a las once de la noche.
Quizá la gran estafa de la globalización sea hacernos creer que las mejores conexiones están siempre en otra parte: otra ciudad, otro país, otro continente. Mientras tanto, ignoramos que la buena vida —esa que los griegos llamaban eudaimonia (posts)— podría estar tomando cerveza en la terraza de tu calle con alguien que sabe cómo te llamas sin consultar tu perfil. Como escribió el poeta Kavafis (posts): el viaje importa más que Ítaca. Pero a veces, solo a veces, Ítaca está en tu mismo barrio, esperando a que toques el timbre.
Epílogo: Volver a saludar, porque la felicidad está en el portal de al lado. La revolución silenciosa quizá consista en volver a saludar y encontrarnos sin pantallas. Como dejó dicho Antonio Machado, “al andar se hace camino”: las amistades que valen acompañan el paso, y si además viven cerca, mejor. Menos Wi-Fi, más vecinos, entre portales y confidencias: el arte de la cercanía.
@bankinter 👯♂️💚 Los amigos Km0 son esos que siempre están cerca, sin importar la distancia. 🌍✨ ¡Descubre por qué son tan valiosos en este vídeo! ▶️💫 🔸 En colaboración con Fernando Mora, psiquiatra 👉🏻 @doctormora_ ♬ sonido original - Bankinter
Nada y Mucho
El día comenzó extraño. Una ardilla, con el mismo increíble descaro de los gorriones y los gatos, se coló en nuestro pequeño jardín-patio, se paseó entre dos ficus y se quedó casi una hora descansando y mirándonos con curiosidad antes de escapar.
Luego en la piscina recordé súbitamente una melodía y dos titulares. Nadaba en mi particular estilo braza, modalidad rompehielos, para evitar que las briznas de hierba que flotaban sobre el agua fuesen mi primera ensalada sin aliñar. Me sentí dichoso, como uno más de "los esclavos felices”. Evoqué la obertura de dicha ópera, del célebre bilbaíno Juan Crisóstomo de Arriaga, nacido hace casi dos siglos en la calle Somera donde tantas veces jugué en mi infancia.
El malogrado "Mozart vasco" la compuso cuando sólo tenía 13 años. Moriría prematuramente en París sin haber cumplido los 20 años. Su primera obra la tituló "Ensayo de Octeto". Se la entregó para que la juzgara a José Luis de Torres, que anotó en la primera página de la partitura "Nada y Mucho", indicando que no valía demasiado en sí, pero que significaba mucho que un niño de 11 años la compusiera.
Con el paso de los años he aprendido la vida es eso: "Nada y todo". Un autor de éxito, Martín Seligman, redescubre en su último libro de autoayuda “La felicidad auténtica”, el nombre y la vieja receta de Aristóteles (eudaimonia). Resume la plenitud sentida ejerciendo nuestras capacidades como "mi perro que corre y persigue ardillas, luego existe”. Concluye que la felicidad consiste en poner nuestros talentos personales (aunque sean escasos como en mi caso) al servicio de una causa más grande que uno mismo, para dar sentido a la vida.
Muchos sabios aconsejan hacer diariamente por lo menos una cosa que nos desagrade. Dicen que así se hace la vida más provechosa y significativa. Yo, modestamente, me permito recomendar que también hagamos una cosa que nos agrade: así valdrá la pena vivirla. ¡Eso es lo que he aprendido en una vida que duplica la de Arriaga! He aprendido... que todo lo que una persona necesita es una mano que sostener y un corazón que entender. He aprendido... que el dinero no compra la felicidad. He aprendido... que es el amor y no el tiempo el que cura todas las heridas. He aprendido... que esas pequeñas cosas que suceden diariamente, son las que hacen fascinante cualquier vida. Sigo nadando, pero los hierbajos ya no me incomodan.


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