La navidad evoca y exhibe muchas sensaciones e ideas. Los sentimientos son de amor, de paz, de familia, de solidaridad,... El espíritu navideño reconstruye esa conspiración de amor que se va diluyendo según las fiestas concluyen. Habría que envasar toda esa constelación de felicidad para irla disfrutando en los momentos más aciagos del resto del año.
Se suscitan reflexiones positivas y optimistas, que se propagan por la sociedad, a fuer de su repetición. Pesa la transición de año, el cambio que podemos generar en nuestro interior y en nuestro entorno, de personas, de amistades, de conciudadanía,... Tradición y esperanza se fusionan en una mágica pócima que consagra que nuestros anhelos e ilusiones son factibles.
Regresemos a nuestra fe infantil, a esa natural alegría de vivir, a la certidumbre de que juntos somos invencibles, generosos y capaces. Se enciende el fuego de la hospitalidad en los hogares y sentimos que estamos conectados, acogidos y reunidos.
Hasta la funesta soledad, agudizada por la pandemia, se resquebraja en navidad. El espejo sonriente de los demás, en las calles, en las tiendas, nos ofrecen una versión amable y humana del mundo. Nos inundan las mejores recuerdos de antaño, de los seres queridos que tuvimos la suerte de conocer y amar.
Entonces se produce la magia, acaso el milagro, de la gratitud. Tan reconfortante, tan placentera, tan estimulante porque nos transporta al compromiso de devolución, de corresponder con nuestra vida, a mejorar el mundo en lo que podamos, con un gesto, con una palabra o, simplemente, con una sonrisa.
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