Se atisban cambios profundos en nuestra sociedad, y no sólo políticos. La entrada de un siglo no siempre acontece en el primer año.
La entrada de las centurias la marca el calendario, pero los cambios sociales paradigmáticos surgen con algún retardo. Y en la era moderna cada vez más nítidamente,
el cambio en la arquitectura de la información antecede y provoca el cambio en la estructura del poder. La tecnología de las comunicaciones ha sido decisiva desde mediados del siglo XIX, como anticipa la obra de David de Ugarte, “
El poder de las redes”. También lo fue en la antigüedad, donde la navegación o la imprenta requirieron períodos de tiempo mucho más dilatados para demostrar su potencialidad.
Pero el futuro es hoy y la evolución se acelera. El
telégrafo entre Inglaterra y Francia en 1981 o el primer cable trasatlántico con Estados Unidos en 1958, “
el Internet victoriano” y las “agencias de prensa” (Associated Press y Reuters) crearon un “orden mundial” construido sobre unos medios de comunicación y un reparto geopolítico que llegaron, perdiendo peso, hasta finales del segundo milenio. Las redes de influencia seguían siendo centralizadas o descentralizadas, pero el concepto de “red distribuida” ya había nacido como topología informática que daría lugar al nacimiento de Internet. Su origen fue militar como una
red de comunicaciones capaz de sobrevivir a un
ataque nuclear.
Hoy día, la revolución de las comunicaciones de bits y de átomos (incluidas las personas) está alumbrando un mundo nuevo, desconocido, donde cambian las reglas de los comportamientos personales y colectivos. Las leyes que rigen los fenómenos sociales se han transmutado, y ello ha sorprendido no sólo a la ciudadanía de a pie, sino también a altos gestores económicos y dirigentes políticos. El mismo concepto de liderazgo ha mudado y los poderes fácticos se encuentran incómodos por la pérdida de control que comporta, y que suponían establecida y perdurable.
Las señales de la mutación son puntuales, pero significativas, concurrentes y por doquier. El siglo XXI entra de golpe en la historia un
11-S con un acto salvaje y sorpresivo sobre las desaparecidas torres gemelas de Nueva York. La dimensión del estupor proviene no sólo de la aberración ética de miles de muertes de inocentes, sino también por poner en entredicho y sin discusión todo el sistema de poder planetario que se suponía en manos de la potencia máxima y única. Los atisbos más claros de cómo se redistribuye el poder, provienen –lamentablemente- de sucesos sangrientos protagonizados por contrapoderes que se valen de la nuevas realidades. Con casos tan obvios como la guerra “ganada pero inconclusa” de Irak o con la tragedia del
11-M en Madrid, donde sólo la disfunción de la red ferroviaria, que con sus retrasos evitó la concurrencia de los trenes atacados en la Estación Atocha en una hecatombe aún mayor.
En un ámbito más local y cotidiano se advierten miríadas de evidencias que prueban el fin del sistema “
vigesimónico” (del siglo XX visto desde el XXI, como “decimonónico” desde el siglo XX). El ámbito político, junto al económico, está plagado de indicios. El PP pierde el poder el 14-M por las multitudes frente a sus sedes convocadas vía SMS en 2004, y ahora mismo la pugna por el liderazgo Rajoy-San Gil
se libra con estas flash-mob (movilizaciones instantáneas).
Los prodigios que descolocan a los políticos y desorientan a tertulianos y lectores son omnipresentes. La eclosión de las ciudades, y de sus alcaldías, en el foro público trasciende su alcance local. En Bilbao o en Madrid, o desde la Diputación Foral de Bizkaia, sus gestores descubren su revalorizada función y se cruzan criterios con(tra) las planas mayores de los partidos o con(tra) los máximos representantes de comunidades o naciones. Es la punta del iceberg que anuncia el advenimiento de los
glocalismos como parada intermedia en tránsito hacia redes de ciudadanías.
Las trazas de la mudanza se insinúan en todo aquello que resulta imprevisto. Hechos menores, pero no irrelevantes, demuestran el nuevo tiempo. Un rector que se presenta a revalidar un nuevo período, como candidato único y con todo el apoyo mediático convencional, es rechazado aparentemente por el influjo de trece
mumis (con un
Manifiesto por el 'no'), tan pocos como
otros tantos catedráticos entre un océano de cuatro mil profesores, mil quinientos trabajadores de administración y servicios y 45.000 estudiantes.
Los partidos se aprestan para nuevas elecciones e incluyen, modesta y desconfiadamente, grupos de bloggers pensando en los nuevos tiempos. Se organizan diversos
Think tank, muy prospectivos como
Think Gaur Euskadi 2020, pero el mismo formato grandioso en
macro-recintos para miles de asistentes denotan la anacrónica conformación de multitudes escuchando unidireccionalmente a líderes consabidos, nada más alejado del propio espíritu del Siglo XXI. Los comités regentes siguen respondiendo al esquema de cuadrillas con listas cerradas, inadecuado para una ciudadanía que va reconociendo matices de una
netocracia y sobre las que esgrimen marchitos propuestas de viejos Estados (como antes de la Gran Guerra, que luego se numeraría como Primera Guerra mundial). El electorado actual posee una identidad poliédrica y multicultural, que acepta de solapamientos diversos y plurales. Las masas de consumidores se van transfigurando en una legión de prosumidores (consumidor, intermediario y productor), que se saben votantes, dueños de sí mismos e influyentes sobre los demás.
La sociedad comunicada globalmente no reconoce mensajes crípticos de líderes en decadencia si sólo cuentan con el apoyo de un partido político, a menos que sus tesis se validen por otros agentes sociales de prestigio más cercano y creíble. La red social va perdiendo receptividad a planteamientos simplistas y maniqueos, basados en esquemas monocromáticos de una obsoleta partitocracia. Las personas son, cada vez más, poseedoras de varias culturas y lenguas, en un contexto relacional de una creciente permeabilidad en un mundo globalizado, googlelizado e intercomunicado.
Corren tiempos de cambio. Se han abierto ventanas por donde corren vientos de renovación. La televisión va perdiendo peso; el mensaje monocorde, también. Ahora más que nunca se han de movilizar a las personas líderes en campos emergentes, de dinamismo social. El plano político está muy enrarecido; es preciso apoyarse en genuinos paladines con credibilidad, que guíen el nuevo tiempo. Estos adalides procederán de áreas con reputación intachable y de futuro: investigadores preclaros, humanistas reconocidos, empresarios solidarios, cabecillas que han acreditado saber guiar a sus equipos y gentes.
El líder “del pueblo”, ya no existe, no podría existir. El liderato social se ha de apoyar en una matriz de nudos formada por agentes reconocidos. Sólo contando con estos enjambres de sabios realistas, nodos de una sociedad de ciudadanía cada día más inteligente y reticulada, será posible alumbrar el nuevo siglo con un mínimo dolor de parto. El camino será de consenso representativo, alejado de rancios prejuicios esquemáticos y de postulados doctrinales extremistas. Vienen tiempos de eclecticismo sutil, de políticas fecundadas con la innovadora sabiduría social, con mayor implicación de todos nosotros en la cosa pública.
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