Se ha dicho que la economía de un país es como la de una familia… Por ello, no se entiende nada del sistema seguido para combatir la crisis.
Poca gente ignora que nos ha tocado vivir una época crítica en la economía mundial. Sólo quienes a duras penas sobreviven en el Tercer Mundo desconocen que la pobreza se extiende. Sobre las causas de esta ruina, las autoridades monetarias ofrecen todo tipo de evasivas y piden confianza en las soluciones adoptadas. Ellos, que no sospecharon una situación tan grave tras años de dispendio eufórico sobre la hipótesis de un crecimiento perpetuo.
Ante trance de semejante envergadura, los gobiernos y organismos internacionales parecen coincidir en la fórmula de invertir cantidades billonarias (con B de barbaridad) en sectores estratégicos como banca, automoción,… Si la economía mundial mantiene algún parecido con las cuentas familiares, esta incierta componenda no se comprende: ¿Una crisis por dispendio en demasía, se solucionará disipando aún más? ¿O con austeridad pública y privada que pocos defienden?
Si se ha gastado por encima de las posibilidades reales, ¿no sería más razonable la templanza? ¿Por qué premiar a quienes se equivocaron (bancos crecidos sobre hipotecas basuras) y desvalorizaron nuestros ahorros? Ante una crisis provocada por despilfarro, ¿no sería más seguro apostar por la moderación? En lugar de vivir de prestado malgastando como adolescentes despreocupados, ha de realzarse el ahorro y aprender a disfrutar sin dilapidar, sin necesidad de dedicar el tiempo libre consumiendo compulsivamente en centros comerciales.
La crisis económica es un síntoma explícito de causas socio-culturales profundas. Urge un cambio de valores basado en una educación que cultive un estilo de vida comedido, inusual hoy en día. Un proverbio dice que “si alguien se mantienes sobrio entre embriagados, ellos le considerarán borracho a él?”. Ha llegado el momento de proclamar que el derroche es superfluo y grosero, mientras que la felicidad es solidaria, cauta y responsable.
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