Por su interés, reproducimos el artículo "Todos somos responsables"
de Juan Ignacio Pérez Iglesias, ex rector de la Universidad del País Vasco, en los diarios del grupo Vocento.
Echar la culpa a otros de lo que nos ocurre difícilmente nos pondrá en disposición de encontrar solucione.
Dicen que Zapatero, el pasado 13 de mayo, en respuesta a un parlamentario de ERC, responsabilizó a «los mercados» (aunque quizás fue a los especuladores o, para el caso, al lado oscuro de la fuerza) de las medidas que se había visto obligado a tomar. Difícilmente puede encontrarse mejor imagen de una epidemia que se ha extendido por todo el cuerpo social: ésa que consiste en eximirnos de toda culpa y endosar a otros la responsabilidad de lo que hacemos. Es como si las decisiones que han conducido a que España tenga en la actualidad el enorme déficit público que tiene las hubiesen tomado entes ajenos al Gobierno. O como si decisiones tales como gastar 400 euros por contribuyente en alegre piñata, arreglar aceras y paseos en pueblos y ciudades o ayudar al personal a cambiar de coche y cocina hubiesen sido forzadas por esos malos tan malos que nos acechan sin descanso.
La desleal oposición culpa de todos los males a Zapatero y recuerda, con fingida añoranza, los años que estuvo en el poder. Pero lo cierto es que también a ellos cabe asignar su parte de responsabilidad en la situación que hoy vivimos: entre 1996 y 2004 malgastaron la oportunidad que brindaba la prosperidad de entonces para renovar la economía española y reorientarla hacia sectores más intensivos en conocimiento. En vez de apostar por la innovación, se acomodaron en la adormidera del ladrillo.
Pero los políticos no son diferentes del resto de ciudadanos. Al fin y al cabo, no son sino muestra representativa del conjunto de la población. También el común de los mortales echa la culpa a los demás de lo que le ocurre. Ahora resulta que la gigantesca deuda que acumulan España y los españoles debe de ser también culpa de otros. Cuenta el economista Tano Santos (en el blog Nada es gratis) que la deuda privada española es superior al 300% del PIB (para comparar, la pública se queda, de momento, cerca de un modesto 60%). Los deudores máximos son empresas no financieras (sospecho que muchas serán de la construcción), pero los particulares no nos hemos quedado atrás: acumulamos unas deudas que representan el 87% del PIB. Es, al parecer, la lógica consecuencia de la famosa burbuja inmobiliaria cuya existencia negaban nuestras autoridades contra toda evidencia.
Pues bien, habrá que suponer que de esa burbuja también tienen la culpa los malísimos especuladores. Como la deben de tener de que tantos y tantos ciudadanos hayan decidido pedir préstamos para cambiar de vivienda o de coche, que de todo hay. Cuando pidieron los préstamos pocos pensaron que el trabajo quizás no era para siempre. Porque se da la circunstancia de que no todos los ciudadanos que se endeudan son funcionarios o tienen uno de esos empleos fijos que con tanto ardor defienden los sindicatos. Sé que todos tenemos derecho a una vivienda digna, pero la cuestión es otra: nadie nos ha obligado a adquirir esto o aquello, y tampoco a endeudarnos de forma tan extravagante.
Esto de asignar responsabilidades a los demás y, a poder ser, a malignos entes de consistencia difusa y siempre ajenos o lejanos, se ha puesto muy de moda en asuntos de naturaleza económica, dadas las dramáticas circunstancias que vivimos. Pero tenemos otros ejemplos más habituales, aunque ahora los hayamos relegado a un cierto olvido. Pienso en la educación, por ejemplo. En eso no andamos muy bien que digamos, tampoco en Euskadi, aunque prefiramos mirar para otro lado. Los profesores universitarios echamos la culpa al Bachillerato de lo mal preparados que nos llegan los jóvenes. Claro que los profesores de Bachillerato hacen lo propio con los de ESO y éstos, a su vez, con los de Primaria. La cadena no acaba ahí: finalmente son los de Infantil los que los malean con tanto juego y tanta payasada. En resumen: nadie tiene la responsabilidad ni, claro está, el mérito. Y es curioso, porque a pesar de esa sensación general -justificada o no- de que nuestros jóvenes tienen ciertas carencias formativas, resulta que a las escuelas se les plantean cada vez mayores demandas y cada vez más absurdas, como si la escuela debiera ocuparse de todo y padres y madres sólo estuviésemos para procrear.
Echar la culpa a otros de lo que nos ocurre tiene un problema. Me contaba una amiga algo que, allá en los duros años 80, oyó a la madre de un adicto a la heroína en un pueblo de la costa vizcaína. El contexto era una reunión de madres de drogadictos, en la que había quienes afirmaban que la culpa de que sus hijos tuviesen aquella desgracia era de la Guardia Civil. Aquella madre, con coraje y clarividencia, dijo a las otras que la culpa de que su hijo fuera heroinómano la tenía, en primer lugar, el propio hijo, y después, quizás, su marido y ella. Dijo también que no quería engañarse a sí misma, y que si lo que le ocurría a su hijo era responsabilidad de otros, entonces también la solución estaría en manos de esos otros y que, por lo tanto, poco podría hacer por ayudarle. En definitiva, que quien piensa que la responsabilidad de algo es ajena a uno mismo, difícilmente se encontrará en la disposición adecuada para encontrar la debida solución. El corolario es que esa actitud escapista, por serlo, deviene fatalista, y nos conduce a pensar, con el lógico pesimismo, que el futuro está en manos de fuerzas que nos son ajenas, que no depende de nosotros.
Por esa razón, porque me parece que ésa es la peor de las maneras posibles de actuar ante los problemas, he querido traer aquí unas palabras de mi admirado Karl Popper, de la introducción a El mito del marco común. Dice: «El futuro está abierto. No está predeterminado y no se puede predecir, salvo accidentalmente. Las posibilidades que encierra el futuro son infinitas. Cuando digo tenéis el deber de seguir siendo optimistas, no sólo incluyo en ello la naturaleza abierta del futuro, sino también aquello con lo que todos nosotros contribuimos a él con todo lo que hacemos: todos somos responsables de lo que el futuro nos depare. Por tanto, nuestro deber no es profetizar el mal, sino más bien luchar por un mundo mejor».
«Todos somos responsables de lo que el futuro nos depare». Estaría bien que todos compartiésemos esas palabras y, sobre todo, que nuestros líderes las hiciesen suyas y actuasen en consecuencia.